El sábado 13 de febrero
por la tarde del año corriente, el San Antonio
Express-News informó que Antonin Gregory Scalia, el estridente justice de
la Corte Suprema de los Estados Unidos, había sido encontrado sin
vida en un cuarto del Cibolo Creek Ranch, un hotel de lujo ubicado al oeste de
Texas. En ese momento, resultaba difícil no ser un tanto incrédulo con la noticia.
La muerte de Scalia
–justo al final de la administración de Obama y en medio de las primarias
presidenciales– se antojaba como un auténtico terremoto para el sistema
político estadounidense.
Y así fue. Minutos más tarde, los medios tradicionales
(The Washington Post, The Guardian, CNN) confirmarían lo que quizá
sea el evento más importante para el mundo jurídico estadounidense de los
últimos años.
Scalia era el más visible
miembro del ala conservadora de la Corte y el más afamado representante de la
corriente “originalista” o “textualista” de interpretación constitucional. Su
muerte y el proceso de designación que viene –anunciado el sábado mismo
por el presidente Obama– tendrán repercusiones mayúsculas. En el corto plazo,
el proceso de toma de decisiones al interior de la Corte se complicará, pues
habrá un número par de jueces y falta que la Corte resuelva gran parte de los
asuntos admitidos para el actual periodo de sesiones.
En el mediano, la
nominación y eventual nombramiento del sucesor de Scalia meterán de lleno a la
Corte en el juego de la sucesión presidencial de noviembre. Creo que no exagero
si digo que muy probablemente presenciaremos uno de los procesos de designación
más politizados en la historia reciente de Estados Unidos. Por último, dada su
actual composición, quien sustituya a Scalia definirá el perfil ideológico de
la Corte en el largo plazo. Que uno de los jueces más conservadores de la Corte
sea sustituido por un liberal –o, incluso, por un moderado– no es poca cosa.
En entregas subsecuentes
analizaré las implicaciones de la muerte de Scalia en el proceso de toma de
decisiones al interior de la Corte, así como el panorama que nos pinta el
proceso de designación que viene. Lo que me interesa enfatizar en este primer
texto es su legado doctrinal. Scalia no sólo fue un juez extremadamente
conservador, sino un destacado y lúcido jurista, un genuino “peso pesado” de la
argumentación jurídica que ha dejado huella en el derecho constitucional
estadounidense.
Scalia solía definirse
como un “textualista” u “originalista.” Si bien son muchos los textos que dan
cuenta de sus posiciones doctrinales, quizá la obra que mejor retrata su
filosofía judicial sea Reading Law, el tratado de interpretación que hace
unos años publicó junto con Bryan Garner. En él se desarrollan dos de las
principales ideas del textualismo: la primacía del texto expreso de la ley y el
entendimiento público de las palabras. De acuerdo con ellos, la interpretación
textualista comienza y termina con lo que el texto expresamente dice y
razonablemente implica. A las palabras que forman parte de los textos
jurídicos se les ha de dar un significado que corresponda con el entendimiento
que de ellas tenían las “personas razonables” en el momento en el que fueron
escritas. Texto y significado público son, de acuerdo con Scalia y Garner,
los criterios más “objetivos” en la interpretación judicial. Por ello,
argumentan que el textualismo –al reducir significativamente el número de
interpretaciones válidas– favorece la certeza, la previsibilidad y, por ende,
el Estado de derecho.
De acuerdo con Scalia y
Garner, los buenos jueces no crean ni modifican el derecho, sino que se limitan
a “aplicar su contenido, que siempre ha estado ahí, esperando ser aplicado a un
sinfín de escenarios fácticos.” El textualismo rechaza cualquier tipo de
razonamiento que vaya más allá de la letra de la ley. En la interpretación
constitucional y legal no caben, por ende, especulaciones sobre la “intención”
del legislador o sobre las consecuencias sociales de las decisiones judiciales.
Incluso las leyes absurdas pueden ser perfectamente constitucionales. En
palabras del propio Scalia, el poder legislativo “puede promulgar leyes tontas
y leyes sabias, y no le corresponde a los tribunales distinguir entre ambas, ni
reescribir las primeras. ”
Al menos en teoría, el
textualismo es una doctrina que privilegia las decisiones del legislador
democrático y que rechaza la discrecionalidad judicial. El ensanchamiento del
poder de los jueces es inversamente proporcional al margen de maniobra de los
órganos democráticamente electos. De acuerdo con Scalia y Garner, “cada vez que
una corte constitucionaliza una nueva veta legal –al descubrir ‘un nuevo
derecho constitucional’ para hacer tal o cual cosa– dicha veta se torna
intocable desde ese momento para el resto de los poderes públicos.” El
textualismo se asume, además, como una corriente de interpretación que limita
los sesgos personales de los jueces. “El textualismo –dicen Scalia y Garner– es
poco útil para alcanzar fines ideológicos, pues se apoya en el criterio
disponible más objetivo: el significando aceptado que tenían las palabras cuando
se promulgó la ley.”
No es difícil ver por qué,
en la práctica, la teoría de la interpretación defendida por Scalia suele
producir decisiones conservadoras. ¿Cómo esperar algún tipo de resultado
liberal si los jueces constitucionales han de interpretar un texto aprobado en,
su mayoría, en los siglos XVIII y XIX? Más aún, ¿cómo brindar soluciones
aceptables a problemas contemporáneos si las disposiciones constitucionales han
de ser interpretadas de acuerdo con el entendimiento público de tiempos
arcaicos?
Pese a todo, Scalía solía
alegar que su método interpretativo era, en los hechos, neutral. Para ello
solía citar casos en los que había votado en contra de resultados
“conservadores”, tales como establecer un límite constitucional a los daños
punitivos, inhibir las demandas civiles en contra de personal no militar, o
bien, realizar interpretaciones extensivas en materia penal. Asimismo, recordaba
haber escrito o votado a favor de opiniones con resultados “liberales”, tales
como la inconstitucionalidad de las leyes que prohibían la quema de la bandera
estadounidense, o el rechazo de testimonios obtenidos sin
contra-interrogatorios en causas penales.
No faltó, sin embargo,
quien señalara las limitaciones (o de plano incoherencias) de su doctrina. Para
muchos, Scalia fue un originalista inconsistente, ya sea por su uso poco
riguroso de las fuentes históricas, o bien, por asumir interpretaciones
contradictorias con el significado original de la Constitución. Incluso el
propio Scalia parecía, al menos a ratos, poco preocupado por la
(in)consistencia de sus decisiones. Con su habitual ironía, Scalía escribía –en
el cierre del prefacio de Reading Law– lo siguiente:
Su autor judicial sabe que
hay algunas, y teme que puede haber muchas más, opiniones a las que se ha unido
o escrito durante los últimos 30 años que contradicen lo aquí escrito—ya sea
por las exigencias del stare decisis o porque la sabiduría ha llegado tarde.
Peor aún, su autor judicial no jura que las opiniones a las que se una o
escriba en el futuro cumplirán con lo aquí escrito—ya sea por las exigencias
del stare decisis, porque la sabiduría continúe llegando tarde, o porque un
juez debe permanecer abierto a ser convencido por las partes. Sin embargo, la
posibilidad de ser pillado por inconsistencias pasadas o futuras no genera
temor alguno.
Pese a críticas y
contradicciones, el legado de Scalia parece innegable. Con sus opiniones y
disensos Scalia contribuyó a que el originalismo dejara de ser una corriente
interpretativa relativamente marginal y se consolidara como la doctrina
predilecta del conservadurismo judicial estadounidense. Más aún, Scalia ha
influido incluso entre quienes no se asumen como originalistas. La opinión
emitida en el caso King v. Burwell, en el cual se validaron diversas
provisiones del Obamacare, es muestra de cómo buena parte de los jueces
constitucionales han tenido que volverse más textualistas para poder dar la
batalla a los planteamientos de Scalia. Es muy probable que el nuevo justice de
la Corte Suprema no sea un originalista, ni un conservador. Pese a todo, parece
que Scalia ha dejado una huella, quizá imborrable, para la teoría y práctica
del derecho constitucional en Estados Unidos.
Javier Martín Reyes.
Abogado por la UNAM y politólogo por el CIDE. Actualmente realiza estudios
doctorales en la Universidad de Columbia.