In
light of the pervasive risk of government error and the inescapable fact of
human diversity, it is usually best to use the mildest and most
choice-preserving forms of intervention.
Cass R. Sunstein, Why Nudge? The Politics of Libertarian Paternalism (YUP, 2014) Managing states turns centrally on information (…) advocates use shared information,knowledge and ideas to change the contexts in which states make policy (…).
Cass R. Sunstein, Why Nudge? The Politics of Libertarian Paternalism (YUP, 2014) Managing states turns centrally on information (…) advocates use shared information,knowledge and ideas to change the contexts in which states make policy (…).
Kenneth W. Abbott, ‘Strengthening the Transnational Regime Complex for Climate
Change’ (TEL, Vol 3, 2014)
El
derecho internacional del medioambiente se ha caracterizado por ser una rama
sumamente innovadora dentro del derecho internacional. Por ejemplo, las hoy en
día ya tan comunes conferencias de los Estados partes (“COPs”, por sus siglas
en inglés) en donde éstos se reúnen periódicamente para interpretar y desarrollar un tratado, iniciaron justamente con las convenciones internacionales en la materia –como la Convención de Ramsar de 1971 sobre la
protección de los humedales.
Ello dio lugar a un salto cualitativo en el derecho de tratados: la gestión de los mismos a cargo de los Estados parte al margen de las organizaciones internacionales. Así se han desarrollado complejos regímenes a partir de disposiciones generales, que experimentan una dinámica y constante evolución. Ello lo vemos actualmente replicado en materias tan diversas como el combate al tabaquismo y el control de armas.
También
ha sido el derecho internacional del medioambiente donde el denominado “derecho
suave” ha jugado un papel protagónico. Impulsados por la necesidad de llegar a
acuerdos rápidos que permitan dar respuestas a las amenazas ecológicas
globales, con frecuencia los Estados han optado por renunciar a las ventajas de
las obligaciones internacionales, dando entrada a normas no vinculantes, que
han sido insertadas en los propios tratados.
En
este escenario, y ante la gravedad del cambio climático y sus desastrosas
consecuencias para la humanidad en su conjunto, quizá no deba sorprendernos que
el nuevo tratado sobre cambio climático, adoptado el 12 de diciembre de 2015,
durante la conferencia de Naciones Unidas celebrada en París, se base en buena
medida en compromisos no-vinculantes. A fin de cuentas, llegar a un acuerdo que
incluyera a todos los grandes emisores de gases de efecto invernadero era más
importante que nunca, tanto por la necesidad de evitar el constante incremento
del calentamiento global, como para mantener la fe en los procesos
multilaterales establecidos. El Acuerdo de París fue adoptado por
consenso y, en principio, logró reconciliar los intereses de los grandes
emisores tanto occidentales como del mundo emergente y en vías de desarrollo.
El
Acuerdo que sustituye al Protocolo de Kioto
El
Acuerdo de París sustituye al Protocolo de Kioto, junto con la Convención Marco
de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 1992, se trata de los dos
instrumentos constituyen el andamiaje jurídico para mitigar y adaptarse al
cambio climático (las reparaciones por daños y pérdidas juegan un papel menor,
también por el hecho de que es muy difícil probar que un determinado fenómeno
climático que causa ciertos daños tiene su causa en el calentamiento global).
En París, se refrendó la meta de mantener el calentamiento global a menos de
2°C según niveles preindustriales, que surgió de los Acuerdos de Cancún de
2010. Al mismo tiempo, se estipula la intención de hacer esfuerzos por limitar
el incremento mundial de la temperatura a 1.5°C. ¿Por qué no establecer el
objetivo de 1.5°C con toda claridad? Ello no solo tiene que ver con falta de
voluntad política sino también con expectativas realistas de lo que se puede
alcanzar. No obstante, renunciar a la intención de hacer, a pesar de toda
evidencia científica, un esfuerzo serio por alcanzar la meta más ambiciosa,
responde a la preocupación de pequeños países insulares que podrían desaparecer
de no lograrse ello. Ante esta situación, la delegación mexicana (fiel a su
tradición y capacidad facilitadora), propuso la fórmula finalmente adoptada en
el artículo 2, que establece una meta real (o mínima) y una ideal, pero quizá
no imposible y que vale la pena perseguir. Fue, además, clave para mantener
vivo el Acuerdo en su totalidad.
La
política económica detrás del Acuerdo
Entre
los principales países emisores se encuentran algunos considerados en vías de
desarrollo, sobre todo China y la India, pero también México. El principio
rector de la Convención de 1992 consiste en que cada Estado debe contribuir a
la meta común según sus capacidades diferentes, sobre todo económicas: el
principio de las responsabilidades comunes pero diferenciadas. Han sido
China e India los más arduos defensores de este principio, y se sabía que en
París ello no iba a cambiar. Pero tampoco estaba Estados Unidos, entre otros,
dispuesto a obligarse a incurrir en los altísimos costos económicos que supone
la meta mínima (ya no se diga la ideal); mientras que el más alto emisor
mundial, China, continuaba gozando de un régimen preferencial. El Congreso
estadounidense nunca aprobaría un tratado basado en este esquema.
De tal
suerte, surgió la idea (no en París sino por lo menos ya desde la Conferencia
de Varsovia sobre cambio climático, en 2013, y proveniente de mecanismos
informales como la Cumbre de Seguridad Nuclear) de que cada Estado determine
individualmente las medidas que tomará (las contribuciones determinadas a nivel
nacional, o NDCs por sus siglas en inglés). Se trata de promesas (pledges) que
cada Estado deberá entregar formalmente. El objetivo es que acumuladamente, las
medidas nacionales contribuyan a lograr las metas comunes del Acuerdo de París
a largo plazo y de manera voluntaria. Subrayo esto pues los Estados no
están obligados a adoptar medidas que de una vez (por todas) conduzcan a
mantener el calentamiento global claramente debajo de los 2° C.
Es
cierto que las contribuciones nacionales deben actualizarse cada cinco años y
están sujetas al principio de progresión; es decir, cada promesa renovada será
más ambiciosa a lo prometido previamente. Sin embargo, mientras la entrega,
comunicación y actualización de las contribuciones nacionales están claramente
plasmadas en lenguaje directivo (“deberá”), el principio de progresión no lo
está (la contribución sucesiva “representará una progresión”). El Acuerdo de
París introduce, pues, una nueva forma de derecho suave que no solo relativiza
la fuerza normativa de determinadas disposiciones sino también su carácter
general: cada Estado promete hacer lo que declare que puede hacer. Ante ello,
no es exagerado cuestionarse la calificación de este Acuerdo como un tratado
vinculante, lo cual parece ser solo para efectos nominales y contenidos
mínimos.
El
cambio de paradigma: de pacta sunt servanda a la gestión de políticas
nacionales
Aun
así, todo indica (tomando en cuanto la historia de las negociaciones y fracasos
previos como el de la Conferencia de Copenhague, de 2009) que de no haber sido
por este método innovador, ni en París ni en un futuro medianamente cercano se
hubiese logrado acuerdo alguno. De ahí que para muchos este Acuerdo sea un
logro. Desde el punto de vista de la justicia climática, se dio un paso hacia
adelante que no hay que menospreciar. Los argumentos que respaldan dicho juicio
están en los detalles del mismo tratado, así como en sus métodos de gestión.
Sin poder entrar en mayor detalle, hay que destacar dos elementos.
Primero,
el Acuerdo de París contempla un elaborado andamiaje institucional. Están, por
un lado, las reuniones periódicas de quienes vayan a ratificarlo (las COPs), en
donde los Estados parte lo interpretarán e impulsarán su evolución. Ello no es
novedoso, pero permite trabajar hacia la concreción de las metas comunes. Por
otro lado, el Acuerdo de París debe leerse junto con la decisión de la COP
21 (la conferencia celebrada en la capital francesa) a la cual viene
anexo. En dicha decisión se amplía considerablemente la arquitectura del
Acuerdo, incluyendo una “zona de los actores no-estatales para la acción
climática”. Ello significa que la sociedad civil y las ciudades, entre otras,
podrán sumarse a los esfuerzos. Esto no es menor tomando en cuenta que las
ciudades juegan un papel cada vez más relevante en el combate al cambio
climático y para lo cual han creado sus propias redes globales, como el C40,
que ahora se integran a los esfuerzos inter-estatales, o bien, estos a
aquellos. Por otro lado, la decisión establece el Grupo de Trabajo Especial
sobre el Acuerdo de París que tiene el mandato de diseñar una serie de medidas
sobre aspectos específicos del Acuerdo, un mandato que ya inició. En algunas
cosas, el Acuerdo ya empezó a cobrar vida a pesar de que su entrada en vigor
requiere de un complicado (y probablemente prolongado) proceso de ratificación.
Estos dos mecanismos (COPs y Grupo de Trabajo) están basados en la Convención
de Viena sobre el Derecho de Tratados de 1969: acuerdos ulteriores a la entrada
en vigor, y el acuerdo que se adopta al momento de su conclusión como parte del
contexto del mismo. Ambos sirven para desarrollar tratados mediante su
interpretación.
El
segundo elemento a destacar son los mecanismos de implementación y de
cumplimiento que están íntimamente ligados. Se parte de la idea de que el
cumplimiento se facilitará por medio de la asistencia y capacitación en la
implementación. Para ello, el intercambio de información y la transparencia
entre los Estados parte acerca de la realización de sus promesas nacionales, el
otorgamiento de asistencia (de los países desarrollados) y su uso (en los
países en vías de desarrollo) resultan indispensables. Es así como se pasa de
un paradigma prescriptivo inherente al concepto del derecho hacia uno
persuasivo, en donde lo que se busca es inducir la conducta de los Estados,
dándoles un empujoncito (“nudging”) mediante mecanismos de facilitación que
incluyen la comunicación, la coordinación, la cooperación y, de manera
destacada, la educación, o mejor dicho, la formación (información,
capacitación, evaluación). Ligado a esta idea denormar formando, está la
posibilidad de evidenciar a los “mal portados”, a los que no realicen esfuerzos
suficientes para alcanzar las metas comunes. Mecanismos de naming and
shaming son el elemento más intrusivo de este instrumento de derecho
internacional que combina el derecho de tratados tradicional con un enfoque de
gestión de riesgos mediante la coordinación de políticas públicas nacionales
voluntarias. Un instrumento que no está principalmente informado por la idea de
pactar obligaciones entre las partes que deban respetarse (pacta sunt servanda)
a riesgo de incurrir en responsabilidad internacional, sino por la idea de
persuasión en la toma de decisiones nacionales: la elección es libre (y
soberana) pero los métodos para inducirla son sofisticados (basados en la
denominada choice arquitecture).
Si
el empujoncito que el Acuerdo de París le da a los Estados (y a otros actores)
para que tomen decisiones coordinadas y eficientes que permitan evitar la
catástrofe climática, habremos, como ciudadanos del mundo, de celebrarlo a
pesar o justamente por ser un instrumento que cambia paradigmas en la creación
del derecho internacional. Al fijar cada Estado sus contribuciones, ello podría
resultar en la manera más eficaz de hacerlas valer. Pero un compendio de
compromisos de lo que cada Estado parte considera viable también podría acabar
representando un pacto global tan vago que las metas se podrían perpetuar como
meras aspiraciones, hasta que la realidad pruebe la insuficiencia del nuevo
Acuerdo. Ello está por verse. Por lo pronto, los abogados internacionalistas no
podemos ignorar estos cambios fundamentales que llevan al derecho internacional
a sus límites, al menos como se le concibe tradicionalmente. Ya veremos si el
derecho internacional del medioambiente es, una vez más, el que marca el rumbo
en el derecho de tratados.
Alejandro
Rodiles. Profesor de tiempo completo del Departamento de Derecho del ITAM.