Se cumplieron
210 años del nacimiento de Benito Juárez, el único mexicano que llegó a la
Presidencia de la República habiendo aprendido el español de niño, porque su
lengua materna era el zapoteco. Hoy en día, casi medio millón de personas
siguen hablándolo, particularmente en Oaxaca.
En época de Juárez se
pensaba que las lenguas indígenas irían desapareciendo paulatinamente; el
tiempo demostró lo contrario. En ninguna Constitución desde que México se
configuró como una Nación independiente, se estableció el español como lengua
nacional, pero la apuesta, aún en época de Lázaro Cárdenas fue la
castellanización de los indígenas.
Ahora, el uso de la lengua materna es considerado un derecho humano. Desde 1992, se ordenó “la protección, promoción y desarrollo de las lenguas indígenas” para reforzar la identidad cultural.
La encuesta intercensal
2015 del INEGI, registró a 21.5 de la población como indígena, lo que equivale
a 25.7 millones de personas. Entre ellos, 7.2 millones se manifestaron como
hablantes de una lengua indígena, lo que representa el 6.6% de la población
nacional.
Mis recuerdos de niña me
llevan a la tienda de abarrotes de mi abuela, lugar privilegiado desde donde
pude observar a hombres y mujeres recios que se vestían diferente y hablaban su
propia lengua. Se comunicaban entre sí en tojolabal, aunque para realizar sus
compras usaban un español precario.
En Comitán, ningún mestizo
hablaba “lengua”, salvo que, por el propio intercambio comercial, les fuera
necesario. La cercanía con las comunidades y el auxilio de mujeres indígenas en
el trabajo doméstico (en particular en la cocina y en el cuidado de los niños),
provocaban que más de una palabra tojolabal se incorporara a nuestro lenguaje
cotidiano. Se trataba de vocablos aislados, útiles para nombrar tanto sensaciones
como objetos comunes con mayor idoneidad que las opciones que ofrece el
español. Hasta ahí llegaba la influencia.
Una situación semejante a
la que yo experimenté, se vivió en otros lugares de México. Había un aparente
encuentro de dos culturas, pero cada una mantenía su propio espacio con una
mínima convergencia, como hasta ahora.
La distancia entre
culturas no ha cambiado, aunque las políticas públicas sí. Hay una gran
diferencia entre las razones que llevaron a la creación del Instituto Nacional
Indigenista en 1948 a las del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas en 2003.
Hoy, más personas están
orgullosas de su lengua materna. Más mexicanos se auto adscriben como
indígenas, en la medida en que hacerlo ya no va a implicar discriminación
automática o posicionarlos en un plano desigual.
Sin embargo, el CONAPRED
sigue documentando la discriminación por el origen étnico o la lengua, práctica
constitucionalmente prohibida, por atentar contra la dignidad humana y porque
anula o menoscaba los derechos y libertades de personas y comunidades que están
protegidas tanto en lo individual como en lo colectivo. Esta protección no
tiene un carácter territorial. La lengua madre va con el sujeto adonde éste se
encuentre. Si transita o migra, lo acompaña; es parte de su esencia.
Ningún indígena tiene
obligación de hablar el español, pero sí tiene derecho a contar con un
intérprete para su auxilio en situaciones cotidianas, no sólo las de carácter
jurídico.
El intérprete debe
entender la lengua y la cultura. Se trata de garantizar que puedan comprender y
hacerse comprender buscando las equivalencias en su propia cultura.
Desde 1992, reconocimos
constitucionalmente ser una nación pluricultural, sin embargo, hay asignaturas
pendientes en lo que a la interculturalidad se refiere. Las cosmovisiones no
han logrado entablar un verdadero diálogo. No han sido capaces ni de conocerse
ni de reconocerse a través de los años.
Leticia Bonifaz Alfonzo
Directora de Derechos Humanos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación