Son lógicas y
comprensibles las críticas a Donald Trump. Unas más y otras menos, en su
conjunto resaltan los excesos, los defectos, la estridencia, las irracionalidades y las fallas de personalidad de un político populista,
racista, megalómano y narcisista.
Otras voces han ido más allá y lo califican como un fascista de la talla de Mussolini o Hitler, o incluso como una nueva versión en ciernes del serbio Milosevic que terminó su carrera política convertido en un genocida.
Otras voces han ido más allá y lo califican como un fascista de la talla de Mussolini o Hitler, o incluso como una nueva versión en ciernes del serbio Milosevic que terminó su carrera política convertido en un genocida.
La preocupación de muchos
analistas es la posibilidad de que al vecino del norte llegue un presidente antimexicano que cumpla sus amenazas, entre ellas la construcción de un muro en
la frontera y la deportación masiva de inmigrantes mexicanos a quienes acusa de
ser criminales, violadores y traficantes de drogas.
Hay, en algunas de estas
críticas, una omisión que resulta necesario considerar: la pregunta de si el
fenómeno Trump se reduce a un individuo, o tiene que ver con algo colectivo y
de alcances mucho mayores, tal vez impredecibles.
Trump ha centrado su
campaña en sacar provecho electoral de las frustraciones de muchos
estadounidenses.
Las secuelas de la crisis
económica de 2008 y la burbuja inmobiliaria, la pérdida de empleos, los exiguos
salarios, la erosión de las expectativas de buen futuro para la juventud (hoy
estudiar una carrera universitaria representa más una onerosa deuda que una
inversión rentable), la compresión de la clase media y la concentración de
riqueza, son el caldo de cultivo idóneo para que surja una ola
político-electoral que arrase con la mesura, el buen juicio, la tolerancia y el
respeto a las instituciones que hacen posible una sociedad mínimamente
armonizada y políticamente viable.
El fenómeno Trump no se
explica si se deja de tomar en cuenta que se trata de un fenómeno colectivo, de
psicología de las masas. Más allá de que como persona, dados sus desplantes,
Trump pueda ser antipático o parecer despreciable, lo verdaderamente importante
es que su crecimiento electoral es la respuesta de un gran sector de la
sociedad americana frente a las consecuencias de las políticas aplicadas en los
últimos lustros. Y lo peor, es que su campaña electoral parece estar
profundizando las divisiones de la sociedad americana. En mi opinión, éste es
el tema de fondo.
El presidente Obama, en
sus tiempos de campaña, entendió muy bien que en los Estados Unidos hacía falta
un golpe de timón. Centró su discurso en la necesidad de ser audaz para
modificar el curso de las cosas. La verdad es que, mirado sin ilusiones, su
desempeño ha sido positivo. Es cierto que no hizo la revolución que muchos
hubieran querido, pero impulsó cambios que poco a poco están haciendo que se
recupere la esperanza sin haber provocado la crisis que los de la derecha
predecían.
Así lo han subrayado
varios analistas, entre ellos Paul Krugman, quien ha reconocido la capacidad de
Obama para recuperar su popularidad (en un 11 por ciento) y para atender los
grandes problemas del país.
En materia de empleos, por
ejemplo, la administración Obama ha creado 10 millones de empleos en el sector
privado y ha situado al desempleo abajo del 5 por ciento. Sin embargo,
correctamente se señala que no ha logrado elevar los salarios y tampoco ha sido
posible abatir la pobreza. Las desigualdades, claro, siguen allí.
Uno de los grandes
triunfos de Obama ha sido la implantación de las medidas de cobertura de
servicios de salud, el llamado Obamacare. Y otro aspecto que no se debe
soslayar, enfatiza Krugman, es el de las reformas financieras que han permitido
disminuir el poder de los grandes bancos para procurar una mayor estabilidad
del sistema financiero. Según Krugman, Obama no pudo acabar con los intereses
creados del complejo militar industrial, Wall Street o el lobby de los
inversionistas petroleros, pero sí los redujo lo suficiente como para mejorar
la vida de las grandes mayorías.
Otro analista, David
Brooks, quien afirma que Obama no es santo de su devoción, le reconoce
cualidades que otros presidentes no han tenido. Entre ellas están la
integridad, pues su administración destaca por su honestidad y la falta de
escándalos, su humanismo y tolerancia, por ejemplo, el buen trato que da a los
musulmanes de su país. También resalta la solidez de su proceso de toma de
decisiones, que le permite defender valores sin provocar consecuencias
negativas, y, finalmente, un optimismo que lo proyecta como un líder sensato y
cuidadoso.
Las diferencias entre
Trump y Obama son abismales. La pregunta que sigue es si la política de Obama
dará los frutos suficientes, de aquí a noviembre cuando son las elecciones,
como para convencer a los electores americanos que ese camino es mejor que la
aventura sentimental de Trump. Ojalá que los electores se convenzan de que lo
difícil, pero verdadero, es diseñar estrategias que conduzcan a soluciones
reales de los problemas, en vez de proponer, como programa de gobierno,
fórmulas simples y demagógicas.