Imagina que vives en un
edificio o condominio en el que se contrató a un portero o conserje para promover reglas mínimas de convivencia entre los vecinos, así como para
garantizar la higiene y el orden en el inmueble.
Imagina que ese trabajador enfrentara
una sustancial reducción de su salario porque tú y los vecinos se sienten
incómodos cada vez que, en el desempeño de las labores que ustedes mismos le confirieron, el portero le llama la atención a quien deja la basura en los
lugares no establecidos; da aviso a la policía cuando presencia actos de
violencia intrafamiliar; denuncia ante el ministerio público cuando se comete
algún delito en el inmueble; llama a los bomberos ante el riesgo de un
incendio, o bien se asegura de ir por la grúa cuando algún vecino obstruye con
su auto la rampa para las personas con discapacidad.
La incomodidad se hace notar principalmente entre los incitadores del desorden, y sin mayor explicación, deciden recortar su salario para que renuncie o de plano restrinja las funciones que le asignaron por carecer de los medios para realizarlas. Por si fuera poco, el portero desde hace años recibe un salario que no corresponde con la gran carga de trabajo que le encomiendan los inquilinos. Para neutralizar las críticas, ciertos vecinos deciden argumentar que el portero ya no es lo suficientemente confiable o eficiente para atender a los 35 inquilinos del edificio, de quienes diariamente recibe decenas de peticiones y encomiendas.
Así se encuentra hoy el
principal órgano vigilante del respeto y promoción de los derechos humanos del
continente americano. Situación que se avizoraba inevitable ante el
debilitamiento financiero al que sometieron los Estados al Sistema
Interamericano de Derechos Humanos (SIDH), compuesto por una Comisión, así como
una Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH y CoIDH, respectivamente), y
que venía haciéndolo funcionar con la mitad de recursos requeridos para
garantizar la protección de los derechos humanos del hemisferio desde hace
años.
Pese al proceso de
fortalecimiento institucional que experimentó la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos (CIDH) en 2011 – el cual culminó con la reforma a su
reglamento en agosto de 2013 – la situación financiera se volvió insostenible.
A pesar del compromiso declarado en ese año por los Estados Americanos con el
respeto y promoción de los derechos humanos, éste no se ha reflejado en el
presupuesto de la Organización de los Estados Americanos (OEA) destinado a su
sistema de protección de los derechos humanos.
Esta situación nos debe
llevar forzosamente a cuestionarnos, ¿por qué la OEA recibe cada vez menos
dinero para sostener su sistema de protección de derechos humanos? ¿Cómo es
posible que uno de los mecanismos internacionales más importantes, de una de
las regiones más pobladas del mundo, no pueda ser sostenida por los Estados
miembros? En suma, ¿por qué la CIDH hoy atraviesa una crisis financiera?
En medio de estas
interrogantes, algunos vecinos del hemisferio han optado por atribuir esta
crisis al propio funcionamiento del SIDH. Como si se tratase de un castigo,
para algunos gobiernos de América Latina y el Caribe, la CIDH dejó de recibir
el financiamiento necesario para cumplir con su mandato debido a la falta de
confianza que le han atribuido ciertos políticos de esos países.
Para quienes trabajamos en
beneficio de las víctimas de violaciones de derechos humanos, nos queda claro
que el visible ambiente de malestar entre ciertos gobiernos de la región, se
debe al propio actuar de la CIDH. Por ejemplo, el otorgamiento de medidas
cautelares a quienes enfrentan un inminente riesgo cuando los Estados mismos
son incapaces de protegerles; la admisión de peticiones o el envío de casos a
la CoIDH relacionados a graves violaciones a derechos humanos -en muchos casos
cometidas por instituciones intocables o que versan sobre conductas
inaceptables de gobiernos-; la inclusión de la situación de un país determinado
en el capítulo IV del Informe Anual de la CIDH, así como sus visitas in
loco, han generado un ambiente de hostilidad por políticos a quienes no les
parece que se hagan visibles los enormes desafíos que su país enfrenta en
materia de derechos humanos y cuya ventilación internacional compromete la
precaria credibilidad de los Jefes de Estado así como de sus políticas
públicas.
Es importante no perder de
vista que durante el proceso de fortalecimiento del SIDH, los Estados parte se
comprometieron a incrementar las asignaciones del Fondo Regular de la OEA
destinadas a la CIDH y a la Corte, así como a aumentar las contribuciones
voluntarias sin fines específicos. Durante este proceso –llevado a cabo de 2011
a 2013– el Estado mexicano reconoció que el principal reto que enfrentaba el
SIDH constituía su financiamiento. En palabras del Representante Permanente de
México en ese entonces, “la debilidad presupuestaria de ambos órganos afecta de
forma transversal a diversos aspectos de su funcionamiento y, por ende, repercute
negativamente en las labores de promoción y protección de los derechos humanos
en la región”.
Y es que, antes de que
México empezara a maltratar a los organismos internacionales de derechos
humanos, el país había respaldado decididamente al SIDH. Por ejemplo, México le
ha aportado al SIDH reconocidos juristas y académicos del Instituto de
Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM),
tales como Héctor Fix-Zamudio, Sergio García Ramírez, Eduardo Ferrer Mac-Gregor
Poisot y José de Jesús Orozco Henríquez. Los primeros tres fueron propuestos
por diferentes gobiernos federales para ocupar los puestos de jueces de la
CoIDH, mientras que al último como integrante de la CIDH. Sin que mediara una
decisión gubernamental, el maestro Emilio Álvarez Icaza, egresado también de la
UNAM y uno de los defensores de derechos humanos más reconocidos en México, fue
seleccionado por la CIDH como su Secretario Ejecutivo. Todos ellos han
contribuido directamente en el fortalecimiento del SIDH y lo han convertido en
uno de los mecanismos más accesibles y usados por las organizaciones de la
sociedad civil y víctimas de la región.
Por su parte, el SIDH
también le ha aportado mucho a México, a pesar de las tensiones entre distintos
gobiernos en relación al trabajo de la CIDH y las antagónicas posturas entre
quienes anhelan un país cerrado al escrutinio internacional bajo un mal
entendido nacionalismo y quienes aspiran a que México se inserte en la
tendencia global de las democracias respetuosas y garantistas de derechos
humanos.
Basta con recordar la
visita in loco de la CIDH a México en 1996. Dicha visita, no sólo
fortaleció su interlocución con el Estado mexicano y profundizó su relación con
la sociedad civil, sino que derivó en el primer diagnóstico independiente de
una institución pública internacional sobre la situación de los derechos
humanos en el país. El informe de la visita constituyó una guía de trabajo por
muchos años para todas las personas dedicadas a la promoción del respeto de la
dignidad humana en México.
Fue también gracias a la
CIDH, pero en 2003, que se hizo del conocimiento público internacional los
asesinatos y desapariciones de cientos de mujeres en Ciudad Juárez.
Su invaluable intervención
y seguimiento en casos paradigmáticos, como en el caso Ejido Morelia,
relacionado a la ejecución extrajudicial de tres personas en Chiapas en 1994; en la masacre de Aguas Blancas, en
donde 17 campesinos de Guerrero fueron víctimas de ejecución extrajudicial en
1995; en el asesinato de la abogada y
activista Digna Ochoa en 2001; o más recientemente en la
desmitificación de la verdad oficial en la desaparición forzada de los 43
estudiantes de Ayotzinapa, ha contribuido en la realización del
derecho a la verdad tanto de las víctimas como de los mexicanos, el cual, sin
la intervención de la CIDH, tal vez nunca se hubiera visto garantizado.
De igual forma, México y
sus ciudadanos se han beneficiado por el trabajo de la CoIDH. Basta con
mencionar las opiniones consultivas del máximo tribunal interamericano en temas
de la mayor importancia para el país y la región, como lo son sobre el derecho
a la información sobre la asistencia consular, así como del derecho a la no
discriminación y los derechos de los trabajadores migratorios.
Gracias a las seis
sentencias dictadas por la CoIDH contra el Estado mexicano, se han logrado
impulsar en el país trascendentales cambios institucionales y legislativos -que
en su momento las instituciones de justicia mexicanas no quisieron o no
pudieron impulsar- con el objeto de prevenir, reparar y sancionar violaciones a
los derechos humanos. Por ejemplo, cambios relevantes a favor del derecho de
las mujeres a una vida libre de violencia, producto de las sentencias de los
casos González y otras: “Campo Algodonero” (noviembre 2009), Fernández Ortega y Rosendo Cantú (agosto 2010), el avance en el reconocimiento de
los derechos político-electorales de las y los ciudadanos y de protección
judicial a raíz de la sentencia del Caso Castañeda Gutman vs México (agosto
2008), y la visibilización de los abusos
cometidos por militares en el contexto de la política del supuesto combate al
narcotráfico en Guerrero y el uso sistemático de la tortura para obtener
confesiones en el caso Cabrera García y Montiel Flores (noviembre 2010).
Además, no olvidemos que
fue gracias a la sentencia del Caso Radilla Pacheco vs México que la Suprema
Corte de Justicia de la Nación resolvió limitar la jurisdicción militar para
que los llamados tribunales castrenses no conocieran de delitos cometidos por
soldados o marinos cuando las víctimas fueran civiles. De igual forma, producto
de dicha sentencia, se decidió incorporar el control de convencionalidad
desarrollado jurisprudencialmente por la CoIDH y que ha establecido las bases
para despojar de anquilosadas prácticas a jueces y tribunales nacionales.
La grave crisis de
derechos humanos que enfrenta México, no sólo la ha diagnosticado la CIDH, sino
diversos mecanismos internacionales de derechos humanos y organizaciones de la
sociedad civil. Es por ello que ante el clima de desasosiego y anomia que
atraviesa el país y frente al inminente agotamiento de las instituciones
encargadas de velar por el Estado de derecho, es imprescindible que las
autoridades mexicanas reconozcan que por sí mismas no pueden hacer frente a la
magnitud de crímenes y violaciones a derechos humanos que se cometen en México.
Por lo tanto, resulta indispensable que el Estado mexicano reciba toda la cooperación
necesaria por parte de los entes supranacionales especializados en derechos
humanos que contribuyen con una visión imparcial e independiente.
Las promesas de
funcionarios del Estado mexicano en favor de la protección y promoción de los
derechos humanos y la aparente apertura al escrutinio internacional, serán
creíbles en tanto el Gobierno del presidente Peña Nieto cese las críticas
explícitas y veladas a la CIDH y contribuya de manera relevante, con respaldo
político y económico, para terminar con el deterioro e incertidumbre financiera
del principal órgano de la OEA encargado de la protección y promoción de los
derechos humanos en la región. Solo así el conserje del edificio podrá llevar a
cabo las funciones que le encomendaron los habitantes del inmueble.
José Antonio Guevara
Bermúdez. Director ejecutivo de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de
los Derechos Humanos, A.C. y profesor de la Facultad de Derecho de la
Universidad Autónoma de Tlaxcala.
Olga Guzmán Vergara. Directora de Incidencia, Comisión Mexicana de Defensa y
Promoción de los Derechos Humanos, A.C.