La desigualdad de género
es quizá la mayor injusticia de la historia de la humanidad y es nutrida por
construcciones culturales e ideologías que han impuesto la superioridad de lo
masculino sobre lo femenino, asociando roles y jerarquías que intentan
preservar los privilegios del hombre en detrimento de la mujer.
La discriminación sufrida
por la mujer tiene un matiz muy particular respecto de otro tipo de grupos que
han sido tratados con exclusión.
Algunas minorías, como las personas afrodescendientes, los pueblos originarios, los inmigrantes, etcétera, han sido aplastadas por las mayorías reinantes, pero la desigualdad contra la mujer no responde a esta misma lógica de minorías, la realidad es que hay tantas (incluso más) mujeres como hombres, en términos aritméticos. Lo anterior pone en perspectiva el gran tamaño del problema, y que es preocupante para las sociedades contemporáneas que circunda bajo la insistente idea de dominio del hombre y la sujeción de la mujer.
Existen varios elementos
que hacen mantener esta asimetría, a saber: las leyes profundamente
discriminatorias, la educación sexista que persiste, la división sexista del
trabajo, los estereotipos extendidos en los medios de comunicación y la
publicidad, las prácticas discriminatorias en el ámbito religioso, etcétera. En
particular, me ocuparé de analizar cómo el derecho ha contribuido en esa
simbiosis. Nuestras sociedades están dominadas por la supremacía de la visión
masculina, esto implica necesariamente que ese punto de vista dominante sea
interiorizado como absoluto, lo que genera, en consecuencia, una práctica de
reconocimiento que legitima y origina al derecho bajo esa misma lógica. El
derecho como construcción de realidad posee un fuerte componente simbólico, en
tanto emancipa como subordina.
La clásica distinción
entre el derecho público y el derecho privado es un ejemplo que cómo opera
desde la teoría una persistente presencia de la visión unilateral del derecho.
Este tema no es menor, dado que la idea se vuelve realidad en la práctica
judicial, mientras a las materias que tradicionalmente se les asigna la
categoría de lo “público” (constitucional, administrativo, penal) se articulan
alrededor de ellas distintas reglas procedimentales más “generosas” (suplencia
de la deficiencia de la queja, mayor presencia de activismo judicial), mientras
que las “relegadas” a lo privado (civil, mercantil y hasta hace muy poco la
materia familiar) se exigen principios de “estricto derecho”, y a menudo las
resoluciones son argumentadas con criterios muy legalistas. Esta clasificación
tan vigente en los espacios académicos sobrevive a pesar de su dudosa eficacia
pedagógica. La misma lógica permea en un sinnúmero de cuestiones normativas,
por tanto, cabe preguntarse ¿cómo explicar racionalmente la diferencia
persistente en muchos códigos penales latinoamericanos cuando tipifican por
separado el delito de violación (más grave) y el de “abusos deshonestos” (menos
grave)? ¿Cuáles son esos parámetros que los legisladores han pensado para
diferenciar dos conductas que en realidad afectan con igual fuerza la dignidad
de una persona?
La visión dominante está
presente en el poder, en la representación, en las instituciones. Los órganos
de toma de decisiones (parlamentos, tribunales, ministerios públicos,
secretarías de estado, etcétera) están inundados de abogados profundamente
interiorizados con esta visión sesgada, y muchos otros más se están “formando”
bajo está misma lógica del orden patriarcal en las escuelas de derecho. En los
tribunales de distintas partes del mundo subsisten con fuerza prácticas
interpretativas y de aplicación del derecho que siguen los roles estereotipados
sobre el comportamiento del hombre y la mujer. En este sentido, la Primera Sala
de la Suprema Corte mexicana hasta hace poco (2005) establecía en su
jurisprudencia que “la cópula normal violenta impuesta por el cónyuge, cuando
subsiste la obligación de cohabitar, no es integradora del delito de violación,
sino del ejercicio indebido de un derecho”. El criterio mantiene la concepción
secular del “cónyuge dueño”, “el marido que tiene derecho sobre el cuerpo de su
esposa”.
En 2011, el Tribunal
Constitucional de Chile rechazó la declaración de inconstitucionalidad del
artículo 365 del Código Penal, que sanciona las relaciones sexuales
homosexuales masculinas, delito que se estima como “un crimen contra el orden
de las familias y contra la moralidad pública”. El precedente representó
intensificar los estereotipos de género construidos a partir de una sexualidad
normalizada. Asimismo, es una práctica recurrente de los tribunales de
apelaciones en Nicaragua reducir las condenas por violación cuando la víctima
“sólo haya acreditado el simple acceso carnal y no las secuelas psicológicas”.
En parte, este marcado déficit institucional es explicado por el profundo
desconocimiento, confusión, superficialidad y ambigüedad respecto de lo que
implica la perspectiva de género. Es común el apego a la conceptualización de
la igualdad formal omitiendo su componente material y estructural. Sigue
predominando en los abogados (jueces, litigantes, funcionarios públicos,
etcétera) la idea errónea de concebir la perspectiva de género como “no hacer
distinción alguna entre hombres y mujeres”.
De modo similar, las
actuaciones de los abogados en el ámbito de la procuración de justicia
refuerzan día a día el carácter patriarcal de los sistemas institucionales,
basta recordar la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en
el caso González y otras (Campo Algodonero) vs México, donde se exhibió la
indolente atención por parte de las fiscalías en Ciudad Juárez hacía los
familiares de las víctimas, las cuales se negaron a recibir las denuncias
iniciales por desaparición, ya que según estimaron, “la víctima habría salido
con un novio, y no tardaría en volver”, agregando además que “una niña buena,
una buena mujer debía estar en su casa”. Si bien es cierto, la deficiente
actuación de la autoridad trasciende más allá del derecho; no hay duda que este
último contribuye al mantenimiento del statu quo por una omisión normativa
manifiesta.
En suma, la tarea para la
ciencia jurídica es muy compleja, ya que la discriminación es un fenómeno
estructural que responde a las asimétricas distribuciones del poder,
caracterizado por profundos arreglos culturales, históricos, políticos y
sociedades determinados. Debemos empeñarnos en cambiar los paradigmas que
integran el derecho; es necesario que la teoría se acerque a la óptica del
feminismo, ésta en cuanto una extraordinaria filosofía, ideología, cosmovisión,
método y orientación práctica a la posibilidad de la acción colectiva y su
innegable resistencia orientada hacia reformas jurídicas y políticas. Si
bien es cierto, la justicia y la igualdad son aspiraciones legítimas de la
humanidad, la realidad existente es una construcción, y en esa medida podemos
ser capaces de reconstruir otra que nos acerque a esas aspiraciones
sustantivas.
Alejandro Díaz Pérez
Licenciado en Derecho y Ciencias Sociales Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo