A casi ocho años de su
existencia, es necesario reflexionar sobre el modelo de comunicación político- electoral de nuestro país. Después de tres elecciones federales y
varias más locales atadas a la lógica y reglas de este modelo, es posible ya
esbozar algunas conclusiones respecto este ambicioso proyecto cuyo objetivo
medular en principio consistió en domesticar el poder de los medios de
comunicación en la arena electoral.
En efecto, en términos
generales, este modelo de comunicación se planteó con el objetivo, por un lado, de cancelar el camino institucional que permitía que los partidos políticos le
hiciesen el negocio a los medios de comunicación, al destinar cada vez más dinero público a la compra de spots de radio y televisión.
Y, por el otro, limitar el poder de los medios en la dinámica electoral; en concreto, evitar que dicho poder realizase intromisiones por sí mismo o en alianza con otros poderes fácticos en contra de la equidad durante la competencia por el voto popular.
Algo curioso es que las tres principales fuerzas políticas del país,
que impulsaron la reforma constitucional que dio origen a este modelo de
comunicación, después de un complicado y polarizado proceso electoral para la
presidencia de la República, no consideraron siquiera que para el éxito de
dicho modelo era clave a su vez una reforma que pluralizase a los medios de
comunicación y acabase por fin con esa desbalanceada relación entre un
pluralismo partidista en férrea competencia, con enorme necesidad del
escaparate mediático para conseguir votos, y unos medios altamente concentrados
con el control de decidir quién y cómo aparecía en la rutina informativa.
A este error de estrategia reformista, se le deben
añadir dos fallas estructurales de este modelo de comunicación político
electoral. En primer lugar, que está construido a partir de una cursi y
trasnochada idea de que los medios son ser neutrales, objetivos y sin guiños a
intereses económicos y políticos. En vez de leerlos como lo que son realmente,
desde hace varias décadas: centros de poder y, no menos importante, punto de
cruce de la diversas relaciones de poder propias de una democracia.
De ahí que
más que esperar que sean neutrales, es indispensable multiplicar su número; con
esto no se alcanza la anhelada objetividad, pero el inevitable sesgo sí se
distribuye en varios medios de comunicación. El otro error estructural, por su
parte, consistió en que este modelo se diseñó y construyó a partir de un solo
lenguaje mediático: los spots. Olvidando que justo si algo caracteriza a los
medios es que saben hablar de muchas maneras. Es, por ello, que desde que se
echó a andar este modelo, las autoridades electorales ha tenido que hacer
malabares con las reglas en la materia para asir y controlar otros lenguajes
mediáticos –que no estaban contemplados en principio en el modelo pero que
representan una oportunidad para establecer perniciosas componendas entre medios
y clase política-, tales como: telenovelas, entrevistas, reportajes e,
inclusive, cadenas nacionales.
El saldo de este ejercicio
ha sido que las autoridades electorales, en su momento, en aras de hacer viable
y operable este modelo de comunicación político-electoral, impulsaron una
interpretación expansiva del mismo, al grado de evaluar la autenticidad del
ejercicio periodístico bajo escrutinio justo por la calidad de sus
características periodísticas. Es cierto: si una revisa el abultado número de
sentencias que se han emitido sobre este tema, no es difícil encontrar que
muchas de éstas se ha resuelto a partir del siguiente eje: qué es un ejercicio
periodístico genuino, para lo cual los jueces glosan manuales de periodismo
canónicos y contrastan la propaganda sometida a escrutinio con dicha definición
periodística. Lo cual implicó que, en no pocas ocasiones sin una clara
metodología y pautas constitucionales, lo que es excepción en las democracias
contemporáneas aquí se volviese la normalidad: analizar el contenido de las
expresiones políticas. Estrategia que, en general, hemos aceptado. Pero no
tanto por sus virtudes jurídicas, sino porque pensamos que detrás de estos
casos hay una estrategia tramposa de medios de comunicación y partidos
políticos.
Otro saldo de esta lectura
expansiva del modelo de comunicación político-electoral es que ante la
dificultad de comprobar la celebración de contratos de compraventa de
propaganda electoral prohibida, entre partidos políticos y candidatos y medios
de comunicación, ya que la publicidad político-electoral está justo fuera del
mercado, entonces, la etiqueta “adquirir propaganda electoral prohibida” que
rebota en diversos ordenamientos que dan estructura a este modelo de
comunicación, ha cobrado una relevancia clave al ser el cajón de sastre donde
casi todo puede ser sometido a revisión y, en su caso, prohibido y sancionado.
Lo que urge, en este sentido, es darle contenido y metodología a este categoría
en extremo maleable y que, por lo mismo, exige ser procesada a través de pautas
que ofrezcan certeza. Un par de ejemplos al respecto.
Un caso reciente, y
sencillo de resolver, derivó de la estrategia de ciertos partidos políticos de
promocionarse mediante vallas electrónicas y las llamadas “unimetas”, colocadas
alrededor de la cancha de juego de un estadio, con el objetivo de que durante
la celebración de un partido de fútbol aquéllas fuesen difundidas indirecta e
inevitablemente por las televisoras que transmitieron dicho evento deportivo.
El asunto se revisó en la arena judicial. Y ante la imposibilidad de comprobar
que hubo un acuerdo entre candidatos, partidos políticos, empresas de
publicidad y televisoras, los jueces acudieron justo a la etiqueta
“adquisición” para resolver este caso considerando tal estrategia como propaganda
electoral prohibida.
Pero este caso fue
sencillo, ninguno de los involucrados podía argüir que ignoraba que el
propósito último de este tipo publicidad es precisamente su difusión masiva a
través de la televisión. Se trató, pues, de un trampa burda de tales partidos
políticos. Más difícil, sin embargo, es el caso, también de este proceso
electoral de 2015, de los reportajes de TV Azteca en sus noticieros sobre
propuestas y políticas públicas impulsadas por el PRI y el PVEM. Aquí se
analizó la estructura que debe reunir un reportaje; posteriormente, se
verificó, de acuerdo a estas reglas periodísticas, si se trató de un ejercicio
periodístico genuino o simulado y; por último, en el aspecto más controversial
de este caso, se evaluó si la transmisión de la siguiente frase era resultado
de un ejercicio de neutralidad periodística o, más bien, si era fruto de un
giro mediático para influir en las preferencias electorales: “Con estas ideas,
el PRI y Partido Verde aspiran a que la ciudad de México se convierta en un
modelo de movilidad como sucede en otras grandes urbes.”
En un primera instancia,
la Sala Regional Especializada del TEPJF consideró que tal expresión sí era
propaganda electoral prohibida, pero después la Sala Superior corrigió y
determinó que se trataba de un aspecto más del reportaje bajo escrutinio, de
ahí que fuese parte de un ejercicio periodístico genuino. Lo que quiero
subrayar, no obstante, es que si uno revisa ambas sentencias, las diferentes
formas en que se leyó esta frase, y el respectivo uso que se le dio a la
etiqueta “adquisición”, no es difícil concluir que la manera de resolver este
tipo de casos coquetea con el decisionismo judicial. Esto es, se trata de
sentencias que por entrar a revisar el contenido de cierta propaganda, y debido
a la manera en que se realiza este ejercicio, abren de manera amplía la puerta
de la discrecionalidad.
Pero, irónicamente, este
modelo de comunicación político-electoral también es ingenuo al momento tratar
de blindar la competencia por el voto ante cualquier posible inequidad
mediática-electoral. Es decir, hay casos que sortearon el escrutinio judicial
para evaluar si se trataba de propaganda electoral prohibida, pero que pudieron
haber tenido impacto mediático durante la competencia electoral. En efecto, si
estamos de acuerdo con el politólogo Bernard Manin, de que para el electorado en las
democracias modernas el criterio distintivo para inclinarse por uno u otro
candidato fluctúa de manera significativa, entonces, no es descabellado que el
tipo de cobertura mediática preferencial de la que gozaron candidatos como
Xóchilt Gálvez y Cuauhtémoc Blanco, en principio por razones ajenas a su
campaña electoral, pudieron haber tenido impacto en la dinámica electoral.
Existen varias
perspectivas para evaluar este modelo de comunicación político-electoral. Aquí
apenas se mencionan algunas que consideran las más relevantes. Lo cierto, sin
embargo, es que se trata de un modelo sumamente rígido y anclado en una
excesiva regulación que difícilmente puede moverse de manera ágil ante la
profunda transformación que están sufriendo los medios de comunicación.
Esa
compleja madeja entre medios electrónicos, redes sociales, plataformas de
videos y otros contenidos on-line, medios tradicionales impresos pero cuyo
futuro está en Internet, y buscadores de información como Google. No es claro,
por supuesto, lo que vaya a resultar de esta nueva sinergia mediática.
Pero
valdría aprovechar estos cambios para repensar un modelo de comunicación
político-electoral que al final no ha cumplido con su cometido: ni ha
desinflado el poder de nuestros ogros mediáticos, ni redujo el enorme costo de
las campañas políticas, ni tampoco cerró el grifo del dinero en el mercado
negro electoral-mediático.
Saúl López Noriega.
Profesor asociado de la División de Estudios Jurídicos del CIDE