viernes, 9 de octubre de 2015

La asistencia técnica en derechos humanos: un reentendimiento de la soberanía estatal

 El día de ayer concluyó la visita oficial a México de  Zeid Ra’ad Al Hussein, Alto Comisionado de Naciones  Unidas para los Derechos Humanos. En su  conferencia de prensa final, el funcionario  internacional afirmó (palabras más, palabras menos)  que no hay ninguna vergüenza en que un Estado  solicite ayuda internacional para enfrentar sus  obligaciones en derechos humanos. Más allá del eco  que esta frase pueda haber tenido en los medios de  comunicación o en las redes sociales, la misma  contiene una profundidad que, simplemente, no puede  pasar desapercibida.





Durante los últimos meses, la atención sobre el caso mexicano, por parte de los organismos internacionales de derechos humanos, se ha incrementado de manera sensible. Esto no es, sobra decir, una mera casualidad, sino una respuesta directa al palpable deterioro de la situación humanitaria en nuestro país. De manera reiterada, distintos organismos internacionales han afirmado, desde sus mandatos específicos, que en México se vive una grave crisis de derechos humanos. La respuesta de las autoridades ante estos señalamientos ha sido también reiterada: “no estamos de acuerdo con las conclusiones”, “son generalizaciones injustificables e inaceptables”, “el informe tiene problemas metodológicos”, “los pocos testimonios con los que cuentan no respaldan su conclusión”, “no pueden arribar a esas conclusiones en pocos días de visita”, etc., etc., etc.

Esta confrontación, entre autoridades mexicanas y mecanismos internacionales, llegó a uno de sus puntos más álgidos cuando se acusó a Juan Méndez, Relator de Naciones Unidas contra la Tortura, de haber actuado en violación del código de ética que rige su desempeño  como titular de un mandato internacional. La respuesta del Relator fue clara y contundente. En una extensa carta pública, Méndez afirmó, entre otros temas de importancia: “[m]e preocupa aún más que la discusión se centre ahora en mi ética e integridad profesional, como si disparar contra el mensajero pudiera ocultar los problemáticos hechos que señalé a su gobierno […].”

Este alto grado de tensión no se ha repetido y, sin embargo, la actitud del gobierno mexicano tampoco ha cedido. Más allá del “renovado” discurso oficial sobre la apertura ante los mecanismos internacionales de derechos humanos, la reacción de las autoridades mexicanas ha sido esencialmente la misma frente al primer informe del GIEI, las observaciones preliminares de la visita in loco de la CIDH o los cuestionamientos del Comité contra las Desapariciones Forzadas o el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias, por citar algunos.

El Alto Comisionado también tuvo mucho que decir a este respecto. En distintos momentos de su conferencia, Ra’ad Al Hussein reafirmó que existe un consenso entre los mecanismos internacionales sobre la gravedad de la crisis en México, a pesar de la intolerancia mostrada por las autoridades para aceptarlo. En este sentido, hizo un llamado expreso para privilegiar el diálogo sustantivo sobre la esencia de los problemas, en aquellos casos en que las autoridades discrepen con las conclusiones de los mecanismos. De manera enfática, el Alto Comisionado concluyó: “En lugar de matar al mensajero enfoquémonos en el mensaje. Todos estamos de su lado. Todos queremos ayudar a México.”

Esta afirmación nos regresa, entonces, al punto inicial de este comentario. Es urgente, necesario, indispensable, impostergable que las autoridades mexicanas (al igual que algunos sectores nacionales) reconsideren su malentendida concepción de “soberanía nacional”, para reconocer la oportunidad que implica la asistencia internacional en materia de derechos humanos. Tal como lo enfatizó el Alto Comisionado, esta sería, en realidad, una señal de fortaleza y no de debilidad por parte del Estado mexicano.

En efecto, la asistencia técnica en derechos humanos es una de las apuestas más importantes de la comunidad internacional en la materia. En términos generales, su objetivo es fortalecer a las instituciones públicas y a otros actores nacionales, como condición indispensable para un efectivo respecto y garantía de los derechos de las personas. Desde esta perspectiva, las acciones de asistencia son un complemento necesario (que nunca sustituto) de otros mecanismos de monitoreo, vigilancia o protección internacional de los derechos humanos, incluidas las medidas cautelares o provisionales, las quejas individuales, las visitas in loco o los informes periódicos.

Dada su relevancia, el 14 de diciembre de 1955, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó una resolución por la cual se estableció formalmente el Programa de Servicios de Asesoramiento y Asistencia Técnica en Materia de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Este programa, supervisado por la propia Oficina del Alto Comisionado (OACNUDH), se ha ido ampliando y fortaleciendo a través de las décadas. Su operación en el terreno se detona por una solicitud del propio Estado que será receptor de la asistencia. El diseño e implementación de las medidas concretas, que depende de un diagnóstico inicial a cargo de la propia OACNUDH, puede en muchos casos incluir la participación de expertos internacionales independientes. Sobra decir, entonces, que el grado de coordinación, colaboración o interacción entre actores nacionales e internacionales, en el marco de la asistencia técnica, dependerá de las condiciones reales de cada situación.

Este programa representa solo una de las formas que puede tomar la asistencia técnica internacional en materia de derechos humanos, lo que no excluye la posibilidad de que la misma se establezca por otras vías. Como se ha dicho en otro momento, la creación del GIEI  es, en sí misma, una acción de asistencia técnica, derivada de (otro) mecanismo regional de protección a los derechos humanos. No es el objeto  de este comentario volver a reiterar la importancia del mandato del GIEI. Sin embargo, es relevante enfatizar que el respaldo del Alto Comisionado a la labor de este grupo no es el resultado de una extraña confabulación o conspiración internacional en contra de México, sino una posición de coherencia operativa en materia de asistencia técnica en pro de la protección de los derechos.

En casos distintos que el mexicano, la asistencia se ha dado (en paralelo al programa de asesoramiento antes mencionado), a través de mecanismos que han tomado una enorme relevancia pública. Un ejemplo concreto es la (ahora también famosa) Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Esta comisión fue creada con base en un acuerdo celebrado entre el gobierno de Guatemala y la propia Organización de las Naciones Unidas. Su mandato es uno de los más robustos en temas de cooperación, asesoría y asistencia. Después de casi 10 años de operación, la CICIG, conformada por personal nacional e internacional, ha generado una productiva relación de trabajo con las autoridades nacionales, la cual ha derivado en acciones tan importantes como la acusación en contra el ex presidente guatemalteco, Otton Pérez Molía. Otros ejemplos de mandatos aún más robustos de cooperación internacional, con miras a la integración de mecanismos mixtos para la investigación y persecución de graves crímenes son la Corte Especial para Sierra Leona o las Cámaras Extraordinarias de Camboya.

Sería difícil en estas breves líneas ahondar más en todas las formas o grados que puede tomar
la asistencia técnica internacional en derechos humanos. Sirva solo destacar, nuevamente, que la misma puede ir desde la creación de espacios de diálogo o debate, la asesoría en materia de implementación de estándares internacionales o el desarrollo de programas de capacitación institucional, hasta llegar a la acción conjunta o paralela en funciones de investigación y persecución de ciertos delitos, que constituyen también graves violaciones de derechos humanos. Las posibilidades son tan diversas como las necesidades. Lo que se requiere es, en primer término, la real apertura de los actores nacionales, particularmente las autoridades.

Por este motivo, debemos hacer nuestras otras de las palabras del Alto Comisionado: “ignorar lo que está sucediendo en este país no es una opción para nosotros y no debe ser una opción para los políticos.” Esta posición no es, aunque algunos quieran afirmarlo, un intervencionismo internacional. Las palabras de Ra’ad Al Hussein son, de hecho, la expresión de un compromiso real de la comunidad internacional con nuestro país. Nosotros debemos estar también a la altura, para responder a esta disposición de apoyo y asistencia, con miras al fortalecimiento del Estado mexicano.

En estos tiempos, una rancia idea de la soberanía nacional no puede ser un obstáculo. Desde una perspectiva moderna, aquélla no implica ya un poder inoponible del Estado; no significa, siquiera, un poder limitado por mecanismos de control. La noción más comprometida de la soberanía nacional es, de hecho, el ejercicio responsable de un poder que le ha sido encomendado a las instituciones públicas, para realizar los fines y propósitos que justifican la existencia misma de Estado. Uno de ellos, el más importante, es el respecto y garantía de los derechos de las personas. Es hora, entonces, que las autoridades mexicanas ejerzan nuestra soberanía de manera responsable, con una verdadera apertura a la asistencia técnica internacional en derechos humanos.




Ximena Medellín Urquiaga. Profesora e investigadora asociada del CIDE. Experta en derecho interanacional de los derechos humanos