El
día de ayer concluyó la visita oficial a México de Zeid Ra’ad Al Hussein, Alto
Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos. En su conferencia de
prensa final, el funcionario internacional afirmó (palabras más, palabras
menos) que no hay ninguna vergüenza en que un Estado solicite ayuda
internacional para enfrentar sus obligaciones en derechos humanos. Más allá del
eco que esta frase pueda haber tenido en los medios de comunicación o en las
redes sociales, la misma contiene una profundidad que, simplemente, no puede pasar desapercibida.
Durante
los últimos meses, la atención sobre el caso mexicano, por parte de los
organismos internacionales de derechos humanos, se ha incrementado de manera
sensible. Esto no es, sobra decir, una mera casualidad, sino una respuesta
directa al palpable deterioro de la situación humanitaria en nuestro país. De
manera reiterada, distintos organismos internacionales han afirmado, desde sus
mandatos específicos, que en México se vive una grave crisis de derechos
humanos. La respuesta de las autoridades ante estos señalamientos ha sido
también reiterada: “no estamos de acuerdo con las conclusiones”, “son
generalizaciones injustificables e inaceptables”, “el informe tiene problemas
metodológicos”, “los pocos testimonios con los que cuentan no respaldan su
conclusión”, “no pueden arribar a esas conclusiones en pocos días de visita”,
etc., etc., etc.
Esta
confrontación, entre autoridades mexicanas y mecanismos internacionales, llegó
a uno de sus puntos más álgidos cuando se acusó a Juan Méndez, Relator de
Naciones Unidas contra la Tortura, de haber actuado en violación del código de
ética que rige su desempeño como titular de un mandato internacional. La
respuesta del Relator fue clara y contundente. En una extensa carta pública,
Méndez afirmó, entre otros temas de importancia: “[m]e preocupa aún más que la
discusión se centre ahora en mi ética e integridad profesional, como si
disparar contra el mensajero pudiera ocultar los problemáticos hechos que
señalé a su gobierno […].”
Este
alto grado de tensión no se ha repetido y, sin embargo, la actitud del gobierno
mexicano tampoco ha cedido. Más allá del “renovado” discurso oficial sobre la
apertura ante los mecanismos internacionales de derechos humanos, la reacción
de las autoridades mexicanas ha sido esencialmente la misma frente al primer
informe del GIEI, las observaciones preliminares de la visita in loco de
la CIDH o los cuestionamientos del Comité contra las Desapariciones Forzadas o
el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias, por citar
algunos.
El
Alto Comisionado también tuvo mucho que decir a este respecto. En distintos
momentos de su conferencia, Ra’ad Al Hussein reafirmó que existe un consenso
entre los mecanismos internacionales sobre la gravedad de la crisis en México,
a pesar de la intolerancia mostrada por las autoridades para aceptarlo. En este
sentido, hizo un llamado expreso para privilegiar el diálogo sustantivo sobre
la esencia de los problemas, en aquellos casos en que las autoridades discrepen
con las conclusiones de los mecanismos. De manera enfática, el Alto Comisionado
concluyó: “En lugar de matar al mensajero enfoquémonos en el mensaje. Todos
estamos de su lado. Todos queremos ayudar a México.”
Esta
afirmación nos regresa, entonces, al punto inicial de este comentario. Es
urgente, necesario, indispensable, impostergable que las autoridades mexicanas
(al igual que algunos sectores nacionales) reconsideren su malentendida
concepción de “soberanía nacional”, para reconocer la oportunidad que implica
la asistencia internacional en materia de derechos humanos. Tal como lo
enfatizó el Alto Comisionado, esta sería, en realidad, una señal de fortaleza y
no de debilidad por parte del Estado mexicano.
En
efecto, la asistencia técnica en derechos humanos es una de las apuestas más
importantes de la comunidad internacional en la materia. En términos generales,
su objetivo es fortalecer a las instituciones públicas y a otros actores
nacionales, como condición indispensable para un efectivo respecto y garantía
de los derechos de las personas. Desde esta perspectiva, las acciones de
asistencia son un complemento necesario (que nunca sustituto) de otros
mecanismos de monitoreo, vigilancia o protección internacional de los derechos
humanos, incluidas las medidas cautelares o provisionales, las quejas
individuales, las visitas in loco o los informes periódicos.
Dada
su relevancia, el 14 de diciembre de 1955, la Asamblea General de las Naciones
Unidas adoptó una resolución por la cual se estableció formalmente el Programa
de Servicios de Asesoramiento y Asistencia Técnica en Materia de Derechos
Humanos de las Naciones Unidas. Este programa, supervisado por la propia
Oficina del Alto Comisionado (OACNUDH), se ha ido ampliando y fortaleciendo a
través de las décadas. Su operación en el terreno se detona por una solicitud
del propio Estado que será receptor de la asistencia. El diseño e
implementación de las medidas concretas, que depende de un diagnóstico inicial
a cargo de la propia OACNUDH, puede en muchos casos incluir la participación de
expertos internacionales independientes. Sobra decir, entonces, que el grado de
coordinación, colaboración o interacción entre actores nacionales e
internacionales, en el marco de la asistencia técnica, dependerá de las
condiciones reales de cada situación.
Este
programa representa solo una de las formas que puede tomar la asistencia
técnica internacional en materia de derechos humanos, lo que no excluye la
posibilidad de que la misma se establezca por otras vías. Como se ha dicho en
otro momento, la creación del GIEI es, en sí misma, una acción de asistencia
técnica, derivada de (otro) mecanismo regional de protección a los derechos
humanos. No es el objeto de este comentario volver a reiterar la
importancia del mandato del GIEI. Sin embargo, es relevante enfatizar que el
respaldo del Alto Comisionado a la labor de este grupo no es el resultado de
una extraña confabulación o conspiración internacional en contra de México,
sino una posición de coherencia operativa en materia de asistencia técnica en
pro de la protección de los derechos.
En
casos distintos que el mexicano, la asistencia se ha dado (en paralelo al
programa de asesoramiento antes mencionado), a través de mecanismos que han
tomado una enorme relevancia pública. Un ejemplo concreto es la (ahora también
famosa) Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Esta
comisión fue creada con base en un acuerdo celebrado entre el gobierno de
Guatemala y la propia Organización de las Naciones Unidas. Su mandato es
uno de los más robustos en temas de cooperación, asesoría y asistencia. Después
de casi 10 años de operación, la CICIG, conformada por personal nacional e
internacional, ha generado una productiva relación de trabajo con las
autoridades nacionales, la cual ha derivado en acciones tan importantes como la
acusación en contra el ex presidente guatemalteco, Otton Pérez Molía. Otros
ejemplos de mandatos aún más robustos de cooperación internacional, con miras a
la integración de mecanismos mixtos para la investigación y persecución de
graves crímenes son la Corte Especial para Sierra Leona o las Cámaras
Extraordinarias de Camboya.
Sería
difícil en estas breves líneas ahondar más en todas las formas o grados que
puede tomar
la asistencia técnica internacional en derechos humanos. Sirva solo
destacar, nuevamente, que la misma puede ir desde la creación de espacios de
diálogo o debate, la asesoría en materia de implementación de estándares
internacionales o el desarrollo de programas de capacitación institucional,
hasta llegar a la acción conjunta o paralela en funciones de investigación y
persecución de ciertos delitos, que constituyen también graves violaciones de
derechos humanos. Las posibilidades son tan diversas como las necesidades. Lo
que se requiere es, en primer término, la real apertura de los actores
nacionales, particularmente las autoridades.
Por
este motivo, debemos hacer nuestras otras de las palabras del Alto Comisionado:
“ignorar lo que está sucediendo en este país no es una opción para nosotros y
no debe ser una opción para los políticos.” Esta posición no es, aunque algunos
quieran afirmarlo, un intervencionismo internacional. Las palabras de Ra’ad Al
Hussein son, de hecho, la expresión de un compromiso real de la comunidad
internacional con nuestro país. Nosotros debemos estar también a la altura,
para responder a esta disposición de apoyo y asistencia, con miras al
fortalecimiento del Estado mexicano.
En
estos tiempos, una rancia idea de la soberanía nacional no puede ser un
obstáculo. Desde una perspectiva moderna, aquélla no implica ya un poder
inoponible del Estado; no significa, siquiera, un poder limitado por mecanismos
de control. La noción más comprometida de la soberanía nacional es, de hecho,
el ejercicio responsable de un poder que le ha sido encomendado a las
instituciones públicas, para realizar los fines y propósitos que justifican la
existencia misma de Estado. Uno de ellos, el más importante, es el respecto y
garantía de los derechos de las personas. Es hora, entonces, que las
autoridades mexicanas ejerzan nuestra soberanía de manera responsable, con una
verdadera apertura a la asistencia técnica internacional en derechos humanos.
Ximena
Medellín Urquiaga. Profesora e investigadora asociada del CIDE. Experta en
derecho interanacional de los derechos humanos