En el derecho comparado,
en términos gruesos, hay dos grandes sistemas de selección y nombramiento de
jueces: el sistema político a cargo del poder ejecutivo, del parlamento o de ambos y el sistema profesional a cargo de un consejo de la magistratura o de la
judicatura, con rango constitucional y autónomo de los tres tradicionales
poderes del Estado. En nuestro continente, en la primera orilla se ubican
países como Estados Unidos, México o, parcialmente, Brasil, en tanto que en el
otro extremo encontramos países como Colombia, Perú o Guatemala.
En América Latina, con una judicatura tradicionalmente sometida al poder político de turno o al poder económico, hace dos décadas hubo una corriente muy fuerte para migrar del sistema político al sistema profesional en la selección y nombramiento de jueces, partiendo del diagnóstico que —históricamente— la designación política había sido la expresión de ese sometimiento napoleónico de la judicatura al poder político. De esta manera, en las nuevas constituciones que algunos países del continente aprobaron a partir de la década de los noventa, se consagraron consejos de la magistratura o de la judicatura, autónomos del resto de los poderes del Estado e, inclusive, con participación de representantes de sociedad civil (colegios profesionales, universidades, entre otros).
Más de dos décadas después
de esos cambios constitucionales, el balance no es el que se esperaba, al menos
no del todo. Si bien esta migración ha profesionalizado la carrera judicial y
ha desterrado las formas más burdas de injerencia política, no ha logrado
reducir significativamente la corrupción política, económica o criminal en la
justicia, que ahora opera a través de redes o mecanismos más sofisticados.
Por ello, la lección que
desprendemos de este proceso en América Latina, en el que muchos países
migraron del sistema político al profesional y otros —como México— se
mantuvieron en el primero, es que lo que realmente importa de cara a propiciar
una mayor independencia de nuestros jueces, son las garantías que en ambos
sistemas se establezcan. En el caso del sistema político, las autoridades que
eligen cuentan con un espacio de discrecionalidad, no de arbitrariedad; es
decir, esta elección no puede hacerse de cualquier manera sino que está sujeta
a determinados parámetros jurídicos y de ética pública.
Desde esta perspectiva, en
el caso mexicano creemos que uno de los más elementales criterios que el
presidente Peña Nieto y el Senado de la República deben asegurar es que los
candidatos a ocupar el cargo de ministro de la Suprema Corte de Justicia, no
tengan como único mérito —o el principal— ser o haber sido miembros de los
partidos políticos que los van a elegir.
Ciertamente toda persona
tiene derecho a la libertad de pensamiento y de conciencia y, en ese sentido,
que un candidato tenga una orientación ideológica determinada, no lo invalida
para ser designado ministro de la Suprema Corte. Lo que lo invalida
—reiteramos— es que su único o principal mérito sea su cercanía o militancia
con un partido político determinado, no su afinidad ideológica.
Así, el candidato a
ministro de la Suprema Corte debe mostrar —como mérito principal— una
trayectoria profesional y personal de tutela de los derechos fundamentales y
del Estado de derecho. Sería altamente nocivo para la legitimidad de la
justicia, nombrar candidatos con serias denuncias de corrupción o de abusos de poder
o que, en lo personal, hayan incumplido obligaciones alimentarias o tengan
cuantiosas deudas en el sistema financiero. Sobra mencionar que también sería
nocivo designar candidatos con graves denuncias de violencia doméstica o acoso
sexual.
Ahora bien, en este punto
es innegable que se produce una tensión entre derechos fundamentales. Por un
lado, los derechos del candidato a la presunción de inocencia, derecho de
defensa, honra y dignidad y; por otro lado, el derecho de la sociedad en su
conjunto a contar con jueces y tribunales independientes y autónomos. En un
Estado constitucional, estas tensiones no se resuelven priorizando uno de los
derechos sino ponderando ambos en cada caso concreto.
En el caso de candidatos a
ministro de la Suprema Corte, esta tensión debería resolverse equilibrando o
ponderando todos los derechos en tensión: no condenar en forma pública ni por
anticipado a ningún candidato con serios cuestionamientos como los reseñados,
pero, a la vez, tutelar la independencia de la Suprema Corte, lo que en este
caso debería suponer no designar a candidatos con graves cuestionamientos o
denuncias, pues el daño que se le haría a la independencia judicial sería
desproporcionalmente grave en relación a la tutela de los derechos de los
candidatos, a quienes no se les estaría condenando sino sólo no eligiendo para
ese cargo.
La jurisprudencia del
tribunal europeo de derechos humanos asegura que la justicia no sólo debe ser
independiente, sino que también debe parecerlo; criterio que la jurisprudencia
interamericana también ha incorporado. En consecuencia, la apariencia de
independencia es un parámetro constitucional que también debe ser observado al
momento de elegir a ministros de la Suprema Corte, pues permite identificar a
los candidatos que no ofrecen —frente a la sociedad— garantías mínimas de
independencia e imparcialidad.
Por ese camino, la
designación política de jueces —legítima en el derecho comparado— no derivará
en un indebido reparto partidario de la Suprema Corte y los mexicanos podrán
contar con ministros que —de ser el caso— los protegerán contra los abusos del
poder, haciendo primar la lealtad hacia la justicia sobre las lealtades
partidarias o personales. Aunque parezca duro decirlo, un juez auténticamente
independiente deberá estar dispuesto —llegado el caso- a ser desleal respecto
de quienes lo eligieron.
David Lovatón Palacios.
Abogado y magister en derecho constitucional. Profesor principal de la
Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP).