miércoles, 23 de diciembre de 2015

Lo que el género exige (de la enseñanza) del derecho

 Quiero aprovechar el espacio para tratar de formar puentes entre mis  intereses específicos –el estudio del género y la sexualidad– y los que  entiendo son los de este lugar: la exploración, más amplia, del universo  jurídico. Para ello, voy a compartir algunas reflexiones sobre lo que el  estudio del género, a  mi entender, le exige al estudio y la enseñanza del  derecho.

 Mis reflexiones son producto de mi experiencia como docente (de la  licenciatura de derecho y de programas de “educación continua” –como  diplomados, cursos y talleres– muchas veces enfocados en quienes forman  parte del aparato de administración de justicia). En las clases mi objetivo es,  por lo general, dar cuenta de cómo el derecho contribuye a perpetuar la  desigualdad de género y, también, explorar las maneras en las que puede  ayudar a erradicarla.



Gran parte de mi atención está enfocada a desentrañar la concepción de género con la que opera el derecho: ¿cómo entiende a los hombres y a las mujeres, a lo masculino y lo femenino? Dependiendo del tema o el público en específico, me enfoco más en leyes o sentencias, o ahondo en unas materias más que en otras (familiar, laboral o penal, por ejemplo).

Lo que acabo señalando es el “sexismo” –por llamarlo de alguna forma– del derecho. Con el paso del tiempo, sin embargo, me he dado cuenta que existen ciertos “problemas” con la concepción del derecho con la que muchas personas operan que no se explican sólo por el “sexismo”.
Contribuyen a él, sí. Pero no se originan en él.

Por cuestión de espacio, sólo me enfocaré en uno de los problemas que me preocupan: la (des)conexión entre el estudio del derecho y la realidad. No quiero dejar de apuntar, sin embargo, que hay otros dos que me parecen relevantes (y espero abordarlos en alguna otra ocasión): la ramificación/fragmentación del estudio del derecho y la ausencia de una tradición crítica en el estudio del derecho.

La (des)conexión entre el estudio del derecho y la realidad

Una de las constantes que surgen al estudiar la desigualdad de género es que sus causas no siempre se encuentran en las normas. Muchas veces, incluso, pueden existir los instrumentos normativos necesarios para combatir ciertas injusticias, pero su potencial queda mermado por cómo se entiende la realidad en la que van a incidir. Algunos ejemplos para aclarar a lo que me refiero.

Históricamente, los hombres y las mujeres en México tenían derechos y obligaciones diferentes. Algunos ejemplos básicos que no sobra recordar: la ley les negaba a las mujeres la posibilidad de votar y ser votadas, les prohibía (desde la misma Constitución) desempeñar trabajos “peligrosos e insalubres” y las obligaba a cuidar el hogar (mientras obligaba a los hombres a proveerles a sus familias y enlistarse en el servicio militar —obligación, por cierto, que sigue siendo sólo para los hombres). Esta diferenciación no se hacía porque se desconociera o se violara el derecho a la igualdad. Al contrario: encontraba su justificación en la igualdad misma. Desde entonces se repetía una máxima que sigue vigente: la igualdad exige tratar “igual a los iguales y desigual a los desiguales”. Dado que se consideraba que los hombres y las mujeres eran, como una cuestión de hecho, desiguales, se creía que se les debía tratar de manera desigual. En este punto, la pugna no es tanto sobre la norma, como lo es sobre los hechos a los que esa norma se aplica: ¿son los hombres y las mujeres desiguales? ¿En cuánto a qué? Esas diferencias, si existen: ¿a qué se deben?

Si bien hoy el derecho ya ha sido “neutralizado” por la igualdad formal y es rarísimo encontrar diferenciaciones textuales en la ley, la pregunta por las diferencias “reales” entre los hombres y las mujeres, no deja de ser relevante –clave, de hecho– para la resolución de algunos problemas sociales. Por ejemplo: los números siguen indicando una diferencia sustancial entre el tipo de trabajo al que acceden las mujeres en comparación con los hombres. No trabajan en lo mismo; y cuando sí, no escalan al mismo nivel, ni ganan lo mismo. ¿A qué se debe? Hay quienes señalan, por ejemplo, que si las mujeres no tienen los mismos trabajos que los hombres es porque simplemente “no los quieren”. O el trabajo en sí no les gusta o prefieren dedicar su tiempo a otros asuntos (como la familia). Si lo que tenemos es una elección basada en intereses propios, no hay un problema de discriminación. El mundo que vemos es simplemente el resultado de lo que las mujeres (y los hombres) quieren. Esta idea sobre “la falta de interés” no se combate con el derecho –puede ser perfectamente compatible con un mundo que protege la igualdad y la libertad–, sino con estudios sobre la realidad: ¿las diferencias laborales se explican por estos intereses divergentes? ¿No hay algo más en juego? (Sí. Lo hay.)

Hay un caso del 2006 de la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia que me parece emblemático de lo que señalo sobre la importancia de considerar a la realidad. Se trata de una contradicción de tesis en la que se tiene que decidir cuáles son los requisitos con los que tiene que cumplir una demanda de divorcio necesario por violencia familiar: ¿qué tan específica tiene que ser en cuanto a la narración de los hechos? La mayoría en ese entonces (cambió su criterio en el 2011) decidió que tenía que cumplir con los requisitos de cualquier demanda: narrar de manera pormenorizada “las circunstancias de modo, tiempo y lugar” de los hechos.

Este caso se justificó en el derecho a una debida defensa del demandado: cuando lo que está en juego es la posibilidad de ser sancionado económicamente (pagando una pensión alimenticia) y de perder la patria potestad sobre los hijos, ¿cómo no exigir un estándar así que le permita defenderse de cada una de las acusaciones? Es una sentencia fundamentada en un derecho humano. (Claro: ¿el de quién?) Lo que está ausente del fallo de la mayoría es la pregunta de cómo esta medida siquiera impacta a las víctimas de violencia: ¿es posible que cumplan con el estándar, considerando cómo es la violencia doméstica? (Ya olvidemos el hecho de que esa violencia por lo general tiene un rostro específico.) ¿Importa siquiera cómo opera la violencia doméstica? La respuesta de la mayoría fue que no: bastaba a apelar a un derecho para resolver el caso.

Se ha vuelto crucial esto de juzgar (o diseñar presupuestos, leyes y políticas públicas…) “con perspectiva de género”. Después de años de estar reflexionando al respecto, llego a la conclusión que esto es sinónimo de juzgar considerando a la realidad (o, para estar más acorde con su espíritu: considerando las diferentes realidades que, de hecho, viven las personas).

Explorar la desigualdad de género es imposible sin estarse preguntando por la realidad (¿a qué se debe la violencia de género? ¿Por qué tenemos los arreglos familiares que tenemos? ¿Por qué no hay más mujeres en la política? ¿A qué se deben las violaciones a los derechos de las mujeres en los servicios de salud?). Las respuestas a estas preguntas obligan a ir más allá de la norma e inmiscuirse al mundo de la sociología, la psicología, la neurología, la economía, la ciencia política y la historia –por decir lo menos–. Exigen contar con herramientas que permitan entender el fenómeno que el derecho busca regular. ¿Se fomenta que quienes estudian (y después utilizan el) derecho volteen a ver la realidad en la que el derecho opera? ¿Se les proveen herramientas para que la entiendan?






Estefanía Vela. Maestra en Derecho por la universidad de Yale