viernes, 4 de marzo de 2016

¿Es ético monopolizar la ética jurídica?

 Una vez que la Comisión Federal de Competencia  Económica ha recomendado descartar la  colegiación obligatoria —por las posibles  afectaciones a los procesos de competencia y libre  concurrencia— y que cada vez es posible distinguir  un mayor número de voces críticas sobre este  tema, resulta pertinente llamar la atención sobre  uno de los aspectos cuya relevancia no ha sido  dimensionada en comparación con los temas más  llamativos que conlleva el conjunto de propuestas  relativas a la profesionalización de los abogados  en México.



El control ético en el ejercicio de la abogacía parecería algo de escasa relevancia. Tanto es así que las vías para su regulación, además de focalizarse en la elaboración de “códigos” (o compendios morales de dudosa procedencia normativa), se encuentran desprovistas de algún contenido material para entender lo que se debe entender por ética.

Y es que entender a la deontología del abogado como un conjunto de postulados bienintencionados dirigidos a hacer de estos operadores personas honestas, íntegras y congruentes es una visión falsa y alejada de toda realidad. Bajo esa lógica, escribir sobre ética profesional se convierte en escribir ficción. Y esto no está mal, sino que sencillamente resulta estéril para satisfacer cualquier fin práctico. En todo caso, lo que se podría aducir que está mal es esa visión edulcorada de la abogacía y la ética que comparten muchos de los que escriben sobre el tema, sobre el caso concreto, de aquellas personas que no solo se encargaron de la redacción de la propuesta, sino también de su defensa y difusión.

La deontología jurídica parece erigirse uniformemente y, en términos tradicionales, sin contemplar las actuales transformaciones de la profesión, generando que este tipo de postulados morales, resulten ineficaces ante las necesidades de las personas que requieren los servicios de un abogado.

Como son los propios abogados quienes formulan los códigos respecto a cómo debe ser su desempeño profesional —porque se supone que son los que mejor están preparados para determinar qué son las buenas prácticas y así prestar un mejor servicio—, la lógica plasmada en los mismos proviene exclusivamente desde ellos y para ellos.

Es decir, usualmente personalidades destacadas de la profesión, miembros del gobierno en turno, académicos y demás individuos que tienen que ver con el campo jurídico, son quienes conforman los equipos cuya misión es articular los códigos deontológicos. Si hay temas dentro del derecho, que por su propio nivel técnico implican su estudio particular de forma poco accesible para quienes no han tenido relación con la materia, eso de ninguna manera justifica la segregación a la que son sometidos quienes no ejercen la abogacía, sobre todo en este tema en particular.

Generalmente, la profesión utiliza los códigos éticos para proteger a la propia profesión más que a la sociedad, porque al fin y al cabo quienes deben conocer estos instrumentos son ellos mismos. Como menciona Adela Cortina, parecería no importar que “los usuarios son los que experimentan la calidad del servicio prestado y, aunque no conocen la trama interna de la profesión, resultan indispensables para determinar qué prácticas producen un servicio de calidad y cuáles no”.

Al intentar monopolizar el derecho para regularlo y establecer condiciones para su ejercicio, los abogados han terminado por sitiarlo; haciendo de la separación una virtud, el hermetismo en estas cuestiones en específico no hace más que impedir la difusión de la deontología de quienes paradójicamente no se encuentran vinculados de manera directa con el derecho, pero son el motor del mismo.

Javier de la Torre menciona que, en ocasiones, “la ética promociona la imagen, el status profesional y legitima el monopolio. La calidad de los servicios profesionales rara vez es autocrítica y se establece un muro de silencio tras el que se alberga un feudo de impunidad para las deficiencias y negligencias profesionales”. Y, en ese sentido, a pesar de que los códigos éticos, a diferencia de los reglamentos que regulan los aspectos más superficiales de un trabajo, se ocupan de los aspectos sustanciales del ejercicio profesional; la efusiva eclosión de postulados éticos en el campo jurídico, no ha hecho más que acrecentar la brecha entre abogados y personas que requieren sus servicios.

Al confiar en la autorregulación, como característica distintiva de la ética jurídica, indirectamente se está encomendando al mercado los vaivenes de los abogados.

Dicho de otro modo, cuando gran parte de los grupos de poder del actual sistema contemplan al derecho como el mecanismo idóneo para tutelar sus intereses, los abogados, son visualizados como guardianes de la tradición legal que facilitan a los poderes dominantes reafirmar su autoridad e influencia. Los postulados éticos existentes para regular sus conductas vienen a subrogar al Estado, además de ofrecer una pretendida legitimidad moral al ejercicio de la profesión.

Ante la ausencia de un Estado capaz de proporcionar la dosis de confianza necesaria a distintas actividades de gran influjo social, como es la abogacía, la regulación ética de los abogados que presenta el proyecto en cuestión, se presenta como un esfuerzo insuficiente por adecuar los estándares morales de la profesión frente a las nuevas condiciones que se despliegan, anhelando así subsanar sus carencias estructurales.

La efervescencia que generó la ahora disminuida reforma constitucional en materia de colegiación y certificación obligatorias, a la luz del depreciado tratamiento otorgado a la ética jurídica, devela en este tema en concreto más que un verdadero mecanismo de defensa a problemáticas específicas, una chantajista estrategia publicitaria que ha de servir para acrecentar las desigualdades y los conflictos entre quienes se ven inmersos en nuestro abstruso sistema de justicia.




Juan Jesús Garza Onofre. Investigador de la Facultad Libre de Derecho de Monterrey.