sábado, 12 de marzo de 2016

Iguales, pero no tanto

 Durante los últimos años, algunos datos socioeconómicos se  presentan como muestra de los avances generales de la  humanidad. Algunos de ellos, considerados en bruto, son  realmente espectaculares. La expectativa de vida en el último  siglo se ha incrementado en 40 años. Mientras una persona vivía  en promedio 35 al terminar la Gran Guerra, actualmente ronda  los 75.

 También se habla de que, con todo y sus problemas, la  predominancia de enfermedades crónico-degenerativas respecto  de las infecciosas es un avance generalizado de la salud de  manera prácticamente universal.




Frente a datos tan contundentes, parecería que se han logrado plenamente los beneficios del Estado de bienestar. También, y que a pesar de críticos y opositores de ambos signos, los derechos humanos son una realidad constante y cotidiana. De un modo u otro, pues, los cambios demográficos, los asuntos de las expectativas de vida y la aparición de nuevas enfermedades, parecen sostener como adecuada y viable la existencia de un modelo que, sin embargo, para algunos es de plano ineficiente y, para otros, excesivo.

¿Qué acontecería, sin embargo, si a tal descripción general de mejora se introdujeran pequeñas variables? ¿Si, por ejemplo, se considerara que la supuesta generalidad de lo mejorado es más selectiva y acotada de lo que suele describirse y que, por lo mismo, no alcanza a cubrir a ciertos segmentos poblacionales? Desde luego no estoy considerando a las triste y crecientemente descontadas poblaciones periféricas y sus tasas de enfermedad o muerte. Ellas ya fueron excluidas del modelo para recomendarles, eso sí y con creciente dificultad, ajustarse al modelo occidental para gozar un día de derechos y beneficios, entre ellos los de salud.

Como ejercicio alternativo para cuestionar la universalidad que se supone alcanzada entre iguales, cabe considerar si hay diferenciaciones dentro de las sociedades avanzadas. Algo así como señalar que, si bien los indicios de mejora son ciertamente crecientes, su distribución es parcial. Que, por ejemplo, las personas pobres de una sociedad considerada desarrollada como unidad tienen una expectativa de vida varios años inferior a la de la población rica. Con más precisión, que los pobres de uno de esos países vivirán alrededor de 10 años menos que sus connacionales, y lo mismo que los habitantes, también pobres, del mundo subdesarrollado.

Lo interesante y dramático de este señalamiento es que ha quedado demostrado recientemente.

Estudios publicados en The Lancet o por Brookings Institution y otros prestigiados centros de investigación, lo han puesto de relieve. No entro aquí a discutir lo que varios medios —este desde luego— han informado y descrito con precisión. Los datos serán ajustados y filtrados por expertos. Lo que parece urgente es señalar lo que tal información implica en un mundo en el que los derechos humanos, desde luego en los países con la mejor tradición en la materia, se han convertido en una ideología de tal magnitud, que resignifican el pasado, ordenan el presente y construyen el futuro. No se trata de sostener que tales derechos son perversos. Ellos son, pienso, uno de los grandes logros civilizatorios de nuestra era. Lo que, desde luego, sí es preciso destacar es el sutil juego de dominación que a nombre de ellos se perpetúa. El presente se explica como una dura lucha por la conquista de derechos que, por lo arduo, sólo se hará posible en el futuro. Hay que seguirse sacrificando para lograr un mejor tiempo y lugar, en el que a fuerza de cumplimiento de los derechos prometidos, se logre ser libre, próspero, digno.

La universalidad tardará en llegar, pero no hay que desesperar. Total, ¿qué son 10 años de vida menos entre iguales?





José Ramón Cossío Díaz
Ministro de la Suprema Corte de Justicia