
En ocasiones se les usa en un
sentido general para nombrar lo que debía ser un mundo mejor o ciertas formas
comunes de comportamiento; en otros momentos, se alude a ellos para acreditar que alguien debe expresarse, migrar o recibir atención médica.
Alrededor de
ellos se han formado discursos y organizaciones, encuentros, textos y algunas prácticas.
La omnipresencia del concepto es de tal magnitud que pareciera que
finalmente y para bien vivimos una época de derechos, que estamos guiados por
un nuevo paradigma, que la desigual realidad ha comenzado a transformarse.
Discursivamente, las cosas parecieran ir mejor. Las posibilidades de cambio
parecieran estar más de la mano de individuos y colectivos en la ocasión de
obtener frutos concretos de una nueva forma de convivencia social.
Para sostener la
existencia de lo que se considera una nueva realidad, se citan datos por aquí y
por allá. El aumento de la expectativa de vida, el incremento en el acceso a la
salud, la incorporación de más personas a la alimentación básica, las posibilidades
de expresión y adquisición de cultura, son indicadores frecuentemente
manejados. La lógica general del discurso de los derechos humanos y la
utilización de cifras han generado un ambiente en donde resulta difícil decir
algo respecto de los primeros, y sólo quedan espacios aislados para discutir
los segundos. A fuerza de repetir su importancia, su sólida e indudable base
moral, con los derechos humanos se ha querido construir una utopía de lo que
haya de ser el futuro deseable y esperable. Quien ose cuestionar el concepto
será visto como un sujeto amoral, como alguien que está fuera de la
deseabilidad del bien humano, de un mejor estadio de vida. Al no poderse hablar
en contra del concepto, se ha logrado que tampoco pueda hablarse de su
funcionalidad.
Ello podría significar que el rey va desnudo, que más allá de su
hermosa estructura y legitimidad, la realidad de los derechos humanos es mucho
menos relevante que lo mostrado por su retórica y su prédica.
Si quisiéramos entender la
forma de dominación imperante en nuestro tiempo, en algo tendríamos que acudir
a lo que se hace con los derechos humanos. La forma de construcción es tan
sofisticada y elegante, que sus destinatarios no nos hemos dado cuenta de lo
que ha implicado. Lo que comenzó siendo una forma de transformar la realidad
aquí y ahora, ha terminado por ser un desplazamiento hacia el futuro, hacia un
momento por venir que, para ser alcanzado, exige sacrificios aquí y ahora. El
derecho a ser educado y gozar de condiciones dignas de vida exige ahorro y
trabajo, lo cual actualiza duras condiciones laborales. ¿De qué otra manera
podría lograrse una cosa sin la otra? Se nos dice que la felicidad ofrecida a
cuento de los derechos tardará en ser alcanzada, pues los mismos no tienen el
potencial transformador que en algún momento se pensó tenían. Sin embargo, se
exige que deba seguirse optando por esos derechos, pues de otra manera la
felicidad no se alcanzará nunca. La paradoja es completa y comprensiva: para
salir de donde se está, hay que seguir apoyando aquello que impide salir de
ahí. Así la dominación.
En un mundo donde todos y
para todo se invocan unos derechos que han mostrado sus límites de
transformación, es preciso incorporar elementos adicionales de análisis y
realización. No tiene mucho sentido mantenerse en un plano donde a fuerza de
repeticiones, todos dicen lo mismo, todos los invocan para todo, y todo se
transforma muy poco. Cuando la expresión “derechos humanos” ha sido apropiada
por todos, su mera invocación carece de capacidad transformadora. La única
manera de recuperarla es diferenciarse de los discursos y exigir acciones. Hoy,
que tanto se teme a los populistas, ha llegado el momento de identificar
también a los populistas de los derechos humanos. Si observamos con atención
desde esta clave, veremos que son muchos más de los que podríamos haber
supuesto.
José Ramón Cossío Díaz
Ministro de la Suprema Corte de Justicia