En las recomendaciones de
los organismos públicos de derechos humanos por casos de tortura, suele
incluirse, entre los puntos recomendados, que se imparta a los servidores públicos de la institución a la que pertenecen los autores del atropello un
curso en el que, entre otras cosas, se les explique que la tortura está absolutamente prohibida en toda circunstancia.
Esa lección cumple una función similar a la que cumpliría otra en la que se indicara a los conductores de vehículos automotores que el Reglamento de Tránsito y el Código Penal desautorizan atropellar peatones intencionalmente. No hay un solo servidor público, ni en México ni en ningún país democrático, que ignore que la tortura es un delito muy grave que tiene asignada una punibilidad muy alta.
Podemos estar seguros de
que los servidores públicos que maltratan a una persona no lo hacen porque
ignoren que esa conducta es delictiva y que la ley ordena que se castigue con
rigor. Es probable, en cambio, que se animen a hacerlo porque tengan la idea de
que serán tolerados o encubiertos, que su proceder no tendrá costo alguno para
ellos. Para que les quede claro a todos que no habrá más tolerancia o
encubrimiento con respecto a abusos de poder, la única señal inequívoca será la
aplicación de la ley sin excepciones en todos los casos de que se tenga
conocimiento.
Es preciso que la tortura
no sólo sea condenada discursivamente cuando todo el mundo se entere de que un
individuo ha sido torturado, sino que se ejerza una vigilancia estricta por
parte de los superiores jerárquicos de la actuación de los servidores públicos
que tienen oportunidad de torturar. Cuando una persona es detenida por un
agente de las fuerzas de seguridad, éste debe ponerla de inmediato a
disposición del juez que dictó la orden, si la aprehensión obedece a
mandamiento de la autoridad judicial, o del Ministerio Público, si la detención
se produjo en flagrante delito o por caso urgente. Los superiores jerárquicos
deben indagar, cada que un detenido señale que fue torturado, qué ocurrió a partir
del instante en que se le capturó, recabando los testimonios de los agentes que
lo detuvieron y de los que le tomaron declaración, y aplicar el Protocolo de
Estambul.
El Protocolo de Estambul
prescribe que el detenido sea objeto de un examen médico forense y de una
entrevista sicológica que deben practicar minuciosamente profesionales con
preparación específica. El Protocolo esboza directrices mínimas para que los
estados puedan integrar una documentación eficaz de la tortura u otros tratos
crueles, inhumanos o degradantes. Es el resultado de tres años de análisis,
investigación y redacción de más de 75 expertos en derechos humanos y salud,
representantes de 40 instituciones u organizaciones de 15 países.
Comprobado que se infligió
tortura o maltrato a un detenido, se debe dar vista inmediatamente al
Ministerio Público, y éste debe realizar su investigación con seriedad y
rapidez para ubicar y consignar al presunto o los presuntos responsables. Es
cierto, lo he reiterado muchas veces, que nuestro Ministerio Público es de una
ineficacia penosa, pero si en verdad se quiere abatir la tortura es preciso que
en cada Procuraduría se capacite intensivamente a agentes ministeriales,
peritos y policías para que persigan el delito de tortura de manera profesional
y expedita. Si en un periodo razonablemente breve las condenas a los
torturadores dejan de ser la excepción de la regla, quienes se sientan tentados
a torturar lo pensarán dos veces antes de decidirse.
La prohibición de la
tortura, aun tratándose del autor o sospechoso del peor de los delitos, es uno
de los grandes avances de nuestro proceso civilizatorio, es uno de los logros
más significativos de la causa de los derechos humanos, la cual marca una nueva
época en la historia de la humanidad. Pero si la tortura es solamente prohibida
en la ley y reprobada en los discursos oficiales, y realmente consentida en los
hechos, no formaremos parte del conjunto de países que, con razón y orgullo,
pueden decir ante todo el mundo, sin rubor alguno, que son plenamente civilizados.
Luis de la Barreda
Solórzano
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas