Hace tiempo venimos
hablando de violencia de género. Hace tiempo que denunciamos la violencia contra las mujeres y peleamos para que los asesinatos de mujeres por motivos de
género tuvieran un nombre propio: feminicidio. Hace tiempo que evidenciamos que
la violencia contra las mujeres es física, sexual, psicológica, simbólica,
económica, institucional, etcétera.
Hace ya tiempo señalamos la normalización
de la violencia contra las mujeres, esa invisibilización que hace que la
violencia llegue hasta las políticas públicas e incluso al mismo marco
normativo que trata de erradicarla. Es la violencia del discurso, la que se
encuentra entre el dicho y el hecho.
Esta violencia en el
lenguaje y en los discursos de las instituciones compite en estadísticas,
gravedad y crudeza con las otras violencias, porque evidencia la escasa
responsabilidad cívica y social de las instituciones. Si bien la selección de
palabras y el contenido de los discursos pueden ser parte de la estrategia para
revertir la desigualdad y crear otros imaginarios colectivos, el discurso
oficial sigue dejando mucho que desear cuando se viste de enfoques rosas y
asistencialistas. Peor aún, cuando –por errado que sea- no se pasa del dicho al
hecho. Y en la realidad, las políticas públicas de género tienen todavía mucho
más en deuda, por ejemplo, en materia de transparencia y rendición de cuentas.
Tomemos el caso de la
Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano y su proyecto de
construcción “Ciudades Rosas”, con recursos del BID, el Banco Mundial y
la financiera estadounidense Fannie Mae. En el marco de una nueva Política
Nacional de Vivienda que busca proteger de la violencia y
del hacinamiento a las mujeres y a las niñas mexicanas, el proyecto prevé acciones
como un “Cuarto Adicional” o “Cuarto Rosa”, también como parte de la política
por una vida libre de violencia. “Porque el hacinamiento genera violencia,
particularmente hacia las mujeres”, el ‘Cuarto Rosa’ tiene el objetivo de
“proteger a niñas y adolescentes de esta circunstancia, previene el embarazo
temprano y tiene que ver con todo este componente de género”. Pero se trata
básicamente de construir un cuarto adicional en las viviendas de familias de
escasos recursos, como parte de una Cruzada Nacional contra el Hacinamiento.
Por otro lado, “Ciudad
para/de las Mujeres” o “Ciudad Mujer” (ni siquiera hay claridad en el nombre),
se presenta como un modelo de empoderamiento basado en tres ejes rectores:
perspectiva de género, derechos humanos e interculturalidad. El modelo integra
la provisión de servicios bajo un mismo techo “para que las mujeres y sus hijas
se sientan cómodas y acudan para su bienestar y desarrollo personal”, pues
también, dicen, fortalece la autonomía económica de las mujeres.
No es difícil ver cómo
este enfoque de políticas asistencialistas –a menudo sujetas a intereses
políticos- pretende tapar el sol con el dedo. Pero empecemos desde lo más
simple. ¿A quién se le ocurrió qué un cuarto “seguro” para las mujeres tiene
que ser rosa? ¿Por qué las ciudades seguraspara las mujeres tendrían
que ser rosas? ¿Por qué aglutinar los servicios dirigidos a mujeres dentro
de una ciudad? ¿Por qué colorear las políticas públicas? ¿Por qué no
recibimos servicios de calidad en todas las instituciones públicas? Sumemos a
esto el tono esencialista y asistencialista con que se inauguró la primera
Ciudad Mujer en el estado de Guerrero (y la única en operación), en julio de
2015: “Las mujeres somos las cuidadoras de la humanidad y por ello, el Estado
debe cuidar de nosotras”. Repito, julio de 2015… ¿Es que, en serio, no
hemos entendido nada?
Ciudad Mujer es una
política pública con alto presupuesto, que parece justificarse únicamente en “un
estudio que realizó el Banco Interamericano de Desarrollo sobre las comunidades
indígenas”; “un
diagnóstico estatal realizado a partir de los datos de INEGI en 2010-2011, y la
encuesta nacional de salud 2012”; y tiene
su base en el modelo de la política pública denominada Ciudad Mujer en El
Salvador. No existe nada concreto sobre la aplicación adecuada del modelo
salvadoreño al contexto mexicano con la multiculturalidad particular que México
posee.
Según SEDESOL, la primera Ciudad Mujer en el estado de
Guerrero contó con una inversión de 121.1
millones de pesos, (95% de aportación federal), para beneficiar a “200 mil
mujeres indígenas (mixtecas y tlapanecas) de 19 municipios de la Montaña” de
Guerrero. Sin evaluación previa de los resultados del primer complejo, y al parecer
con dificultades para la articulación entre autoridades federales y locales,
para este año se espera la construcción de dos “Ciudades para/de las Mujeres”,
en Gómez Palacio, Durango, y en Múgica, Michoacán.
Para hacer más evidente la
brecha entre dichos y hechos pongamos la transparencia como ejemplo: no existe
algún documento abierto que explique el presupuesto de Ciudad Mujer.
El único
documento público responde a solicitudes de acceso a la información y
señala gastos por año y región, sin explicar el destino de dichos gastos.
Primera gran diferencia con el modelo de El Salvador. En el caso de dicho país,
se encontró fácilmente una
página del Banco Interamericano de Desarrollo que enlista todos los
gastos del proyecto, desagregados por acciones y un sitio de web con información
general sobre el funcionamiento de la Ciudad Mujer.
Si queremos llegar todavía
más lejos, tampoco hay claridad sobre el modelo de atención y la estructura
operativa. Desde esta perspectiva, no solo el discurso oficial en torno al
género deja mucho que desear, también las políticas públicas destinadas a
acabar con la desigualdad y la discriminación presentan graves inconsistencias,
vacíos de contenido y profundas brechas en materia de transparencia y rendición
de cuentas: la burlona distancia entre dichos y hechos.
Si realmente pretendemos
revertir desigualdades estructurales, es indispensable planear a largo plazo y
centrarnos en las condiciones que hacen necesaria una “Ciudad Mujer”. Para
ello, el diseño de toda política pública debe partir de las experiencias
diferenciadas de las mujeres como género y de cada mujer como persona. Esto
requiere la participación directa de las mujeres, tanto en el diagnóstico como
en el diseño de políticas, a través de conversaciones participativas que
generen congruencia entre propuestas de solución y problemáticas.
Mientras se pongan en marcha
proyectos caprichosos -por intereses personales o políticos-, siempre se
correrá el riesgo de revictimizar y remarginalizar a quienes dicen que
pretenden empoderar; peor aun cuando los discursos siguen dejando tanto que
desear. Si además de hablar, escucharan, sabrían que queremos mucho más, más
que un cuarto y que una ciudad, queremos una vida libre de violencia.
Tania Escalante y Maya
Thomas Davis. Área Políticas Públicas de Equis Justicia para las Mujeres.