jueves, 2 de junio de 2016

Los estereotipos y las políticas públicas hacia una vida libre de violencia para las mujeres

 Hace tiempo venimos hablando de violencia de  género. Hace tiempo que denunciamos la violencia  contra las mujeres y peleamos para que los  asesinatos de mujeres por motivos de género  tuvieran un nombre propio: feminicidio. Hace tiempo  que evidenciamos que la violencia contra las mujeres  es física, sexual, psicológica, simbólica, económica,  institucional, etcétera.

 Hace ya tiempo señalamos la normalización de la  violencia contra las mujeres, esa invisibilización que hace que la violencia llegue hasta las políticas públicas e incluso al mismo marco normativo que trata de erradicarla. Es la violencia del discurso, la que se encuentra entre el dicho y el hecho.


Esta violencia en el lenguaje y en los discursos de las instituciones compite en estadísticas, gravedad y crudeza con las otras violencias, porque evidencia la escasa responsabilidad cívica y social de las instituciones. Si bien la selección de palabras y el contenido de los discursos pueden ser parte de la estrategia para revertir la desigualdad y crear otros imaginarios colectivos, el discurso oficial sigue dejando mucho que desear cuando se viste de enfoques rosas y asistencialistas. Peor aún, cuando –por errado que sea- no se pasa del dicho al hecho. Y en la realidad, las políticas públicas de género tienen todavía mucho más en deuda, por ejemplo, en materia de transparencia y rendición de cuentas.

Tomemos el caso de la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano y su proyecto de construcción “Ciudades Rosas”, con recursos del BID, el Banco Mundial y la financiera estadounidense Fannie Mae. En el marco de una nueva Política Nacional de Vivienda que busca proteger de la violencia y del hacinamiento a las mujeres y a las niñas mexicanas, el proyecto prevé acciones como un “Cuarto Adicional” o “Cuarto Rosa”, también como parte de la política por una vida libre de violencia. “Porque el hacinamiento genera violencia, particularmente hacia las mujeres”, el ‘Cuarto Rosa’ tiene el objetivo de “proteger a niñas y adolescentes de esta circunstancia, previene el embarazo temprano y tiene que ver con todo este componente de género”. Pero se trata básicamente de construir un cuarto adicional en las viviendas de familias de escasos recursos, como parte de una Cruzada Nacional contra el Hacinamiento.

Por otro lado, “Ciudad para/de las Mujeres” o “Ciudad Mujer” (ni siquiera hay claridad en el nombre), se presenta como un modelo de empoderamiento basado en tres ejes rectores: perspectiva de género, derechos humanos e interculturalidad. El modelo integra la provisión de servicios bajo un mismo techo “para que las mujeres y sus hijas se sientan cómodas y acudan para su bienestar y desarrollo personal”, pues también, dicen, fortalece la autonomía económica de las mujeres.

No es difícil ver cómo este enfoque de políticas asistencialistas –a menudo sujetas a intereses políticos- pretende tapar el sol con el dedo. Pero empecemos desde lo más simple. ¿A quién se le ocurrió qué un cuarto “seguro” para las mujeres tiene que ser rosa? ¿Por qué las ciudades seguraspara las mujeres tendrían que ser rosas? ¿Por qué aglutinar los servicios dirigidos a mujeres dentro de una ciudad? ¿Por qué colorear las políticas públicas? ¿Por qué no recibimos servicios de calidad en todas las instituciones públicas? Sumemos a esto el tono esencialista y asistencialista con que se inauguró la primera Ciudad Mujer en el estado de Guerrero (y la única en operación), en julio de 2015: “Las mujeres somos las cuidadoras de la humanidad y por ello, el Estado debe cuidar de nosotras”.  Repito, julio de 2015… ¿Es que, en serio, no hemos entendido nada?

Ciudad Mujer es una política pública con alto presupuesto, que parece justificarse únicamente en “un estudio que realizó el Banco Interamericano de Desarrollo sobre las comunidades indígenas”“un diagnóstico estatal realizado a partir de los datos de INEGI en 2010-2011, y la encuesta nacional de salud 2012”; y tiene su base en el modelo de la política pública denominada Ciudad Mujer en El Salvador. No existe nada concreto sobre la aplicación adecuada del modelo salvadoreño al contexto mexicano con la multiculturalidad particular que México posee.

Según SEDESOL, la primera Ciudad Mujer en el estado de Guerrero contó con una inversión de 121.1 millones de pesos, (95% de aportación federal), para beneficiar a “200 mil mujeres indígenas (mixtecas y tlapanecas) de 19 municipios de la Montaña” de Guerrero. Sin evaluación previa de los resultados del primer complejo, y al parecer con dificultades para la articulación entre autoridades federales y locales, para este año se espera la construcción de dos “Ciudades para/de las Mujeres”, en Gómez Palacio, Durango, y en Múgica, Michoacán.

Para hacer más evidente la brecha entre dichos y hechos pongamos la transparencia como ejemplo: no existe algún documento abierto que explique el presupuesto de Ciudad Mujer.

El único documento público responde a solicitudes de acceso a la información y señala gastos por año y región, sin explicar el destino de dichos gastos. Primera gran diferencia con el modelo de El Salvador. En el caso de dicho país, se encontró fácilmente una página del Banco Interamericano de Desarrollo que enlista todos los gastos del proyecto, desagregados por acciones y un sitio de web con información general sobre el funcionamiento de la Ciudad Mujer.

Si queremos llegar todavía más lejos, tampoco hay claridad sobre el modelo de atención y la estructura operativa. Desde esta perspectiva, no solo el discurso oficial en torno al género deja mucho que desear, también las políticas públicas destinadas a acabar con la desigualdad y la discriminación presentan graves inconsistencias, vacíos de contenido y profundas brechas en materia de transparencia y rendición de cuentas: la burlona distancia entre dichos y hechos.
Si realmente pretendemos revertir desigualdades estructurales, es indispensable planear a largo plazo y centrarnos en las condiciones que hacen necesaria una “Ciudad Mujer”. Para ello, el diseño de toda política pública debe partir de las experiencias diferenciadas de las mujeres como género y de cada mujer como persona. Esto requiere la participación directa de las mujeres, tanto en el diagnóstico como en el diseño de políticas, a través de conversaciones participativas que generen congruencia entre propuestas de solución y problemáticas.

Mientras se pongan en marcha proyectos caprichosos -por intereses personales o políticos-, siempre se correrá el riesgo de revictimizar y remarginalizar a quienes dicen que pretenden empoderar; peor aun cuando los discursos siguen dejando tanto que desear. Si además de hablar, escucharan, sabrían que queremos mucho más, más que un cuarto y que una ciudad, queremos una vida libre de violencia.





Tania Escalante y Maya Thomas Davis. Área Políticas Públicas de Equis Justicia para las Mujeres.