Ruth Bader Ginsburg, justice de
la Corte Suprema de Estados Unidos desde 1993, famosa por ser una de las
principales abanderadas del ala liberal de ese tribunal y de acompañamiento
eminentemente demócrata, sorprendió a la prensa estadunidense el pasado viernes 8 de julio al referirse con las siguientes palabras sobre Donald Trump, cuya confirmación como candidato presidencial del partido republicano es
cuestión de tiempo: “No puedo imaginarme lo que este lugar sería, no puedo
imaginar lo que sería este país con Donald Trump como nuestro presidente. Para
el país, serían cuatro años. Para esta Suprema Corte sería… no quiero ni
contemplar eso. Es tiempo de que nos mudemos a Nueva Zelanda.”
Donald Trump, como se ha
venido comportando a lo largo de su campaña, respondió en su cuenta
de Twitter: “La jueza Ginsburg, de la Corte Suprema, ha avergonzado a todos con
sus muy tontas declaraciones políticas sobre mí. Su mente está disparatada,
¡renuncie!”.
Ginsburg replicó: “Es un
falsificador. No es congruente consigo mismo. Dice lo primero que le viene a la
cabeza.” A lo cual, Trump sentenció: “Creo que es altamente inapropiado que una
jueza de la Corte Suprema se involucre es una campaña política. Es una
desgracia para la Corte y creo que le debe una disculpa a la Corte, no pude
siquiera creerlo cuando lo supe”.
La prensa estadunidense ha
dado amplio y constante seguimiento a la disputa entre ambos actores públicos,
entre ellos, especialmente los diarios nacionales Washington Posty el New
York Times. Este último, publicó este miércoles una editorial en la
cual afirma que Donald Trump tiene razón respecto de las declaraciones de la justice Ginsburg,
y que esta última debería detener el fuego cruzado.
La pregunta obligada ante
estas circunstancias es obvia, ¿quién hizo mal? Por un lado, lajustice Ginsburg,
como integrante de un tribunal que durante siglos ha sido considerado como
árbitro de la contienda y aislado de la política ordinaria es acusada de
inmiscuirse en temas que no corresponden con su función constitucional. Por
otro lado, Donald Trump, responde desde la arena de la política ordinaria,
acusa a la jueza y, desde su ya infame actitud, le exige su renuncia.
Mi respuesta es, nadie. No
me parece que haya alguien excediendo sus facultades constitucionales, ni
alguien inmiscuyéndose en temas que no le corresponden. Me parece que la
lectura que ha hecho la prensa estadunidense, particularmente la editorial del New
York Times es comprensible, mas no justificada. De hecho, detrás de esta
situación me parece que es posible encontrar una definición de lo que es el
derecho y la política y de cómo deberían relacionarse.
A lo largo de los siglos
ha venido construyéndose una suerte de teoría de la función judicial en la cual
se afirma una separación tajante entre los temas que se ventilan en los tribunales
y otros que se discuten en las campañas y en las urnas. Sobre unos puede opinar
cualquier persona, sobre otros sólo unos cuantos. Alexander Hamilton, por
ejemplo, en El Federalistano. 78 afirma que el poder judicial es “la rama
menos peligrosa del gobierno”, en virtud de que no puede tomar ninguna decisión
activa al no poseer fuerza ni voluntad. En tal situación, el poder judicial
nunca podrá contender en afrenta alguna en contra de los poderes ejecutivo o
legislativo, pues su aislamiento con relación a estos protege la libertad del
pueblo.
Desde entonces, el
argumento de los federalistas se ha propagado bajo la lógica de derecho y
política, si bien están relacionados en algún sentido, obedecen a
racionalidades distintas. Es decir, los jueces, quienes interpretan el derecho,
tienen a su encargo una labor técnica y profesional, una labor digna de quienes
han estudiado una carrera como jurista y que, en su labor diaria, utilizan razones
jurídicas apegadas a la lógica y razón. Por el contrario, los políticos, desde
su cercanía con el pueblo, utilizan razones opuestas a las descritas, pues su
labor es popular y en la arena de la política, por ejemplo las discusiones
parlamentarias utilizan cualquier tipo de razones no necesariamente jurídicas.
En suma, el derecho es raciocinio y la política es decisionismo.
Bajo esta tesitura se ha
creado una especie de corrección política tradicional desde la cual es casi
unánimemente aceptado que los jueces no deben inmiscuirse en la política. En
este sentido, se ha convertido en un tabú los guiños de los jueces a la arena
política, y hablar de ese tabú implica tocar un tema sensible que hace crispar
hasta al más intachable de los jueces. No obstante, insisto, detrás de todo
esto, me parece que hay una lectura errónea de cómo se relaciona la política y
el derecho. Una lectura bajo la cual se ignora
que los valores que los jueces tienden a priorizar son los mismos que un
político liberal o conservador puede sopesar desde su cargo. Por supuesto que
un juez liberal priorizará unos valores sobre otros cuando se enfrente a un
caso difícil; sin embargo, esas mismas disyuntivas son las que todos los días
se resuelven desde las cámaras representativas y en el poder ejecutivo. Son las
mismas decisiones que nosotros como ciudadanos tomamos cuando hay que decidir
por contraer matrimonio o permanecer en unión libre. Valores al fin.
Las personas comulgan con
la visión de algunos jueces, pero desdeñan la visión de otros, igual que lo
hacen respecto de ciertos partidos políticos. La lectura de la polémicaGinsburg-Trump me
parece que sería muy diferente si dejamos de pensar que la política es ajena a
quienes hacen derecho, como si los jueces estuvieran blindados de aquella o,
como aduce Hamilton, aislados del resto de los poderes.
En principio, existen
jueces con cierta visión de los derechos y las cláusulas constitucionales
porque el pueblo ha elegido a los políticos que los han nominado y ratificado
para el cargo. En Estados Unidos hay candidatos presidenciales que abiertamente
han prometido nominar jueces cuya lectura de la Constitución sea restrictiva,
así llegó al asiento Antonin Scalia. La lección me parece sencilla pero
trascendente: la designación de un juez es, como cualquier otra decisión, una
cuestión de política.
Los jueces opinan todos
los días sobre política, lo hacen en sus sentencias y en su vida personal. Los
jueces son ciudadanos y, como tales, también votan y deliberan sobre temas
públicos. Es evidente que Ginsburg no puede tener un reproche por parte del
Estado por lo que ha dicho, es decir, no puede retirársele de su cargo por
ello. Lo importante es determinar si existe un reproche moral, en este caso un
reproche ciudadano derivado del desacatamiento de una norma de corrección
política.
La lección que de esta
situación se desprende no es para nada menor. Un juez de la Corte Suprema, sea
estadunidense o mexicana, opinando sobre política significa un ejercicio sano
de la vida en democracia. Es un ejercicio que nos permite saber con qué valores
comulgamos y con cuáles no. Y nos permite saber quiénes de nuestros
representantes populares y los jueces que ellos eligen ostentan los valores que
queremos para nuestra sociedad.
Es una lástima que los
jueces se abstengan con tanta frecuencia de opinar sobre cuestiones de política
electoral, en un ejercicio de transparencia, ello nos permitiría conocer
quiénes son y qué piensan las personas que desde su toga deciden el presente
del país.
“Está politizado el tema”,
dirán muchos. Concibiendo con ello que la política contamina todo lo que toca.
¿Tiene algo de malo que dos políticos disientan sobre temas públicos? Hasta
donde sé, de eso se trata la democracia.
Juan Luis Hernández
Macías. Colaborador en la ponencia del Ministro Gutiérrez Ortiz Mena en la
Suprema Corte de Justicia.