El proceso de reforma
democrática en México, desde principios de la década de los noventa, ha sido
significativo en muchos aspectos, siendo ciertamente el creciente protagonismo
de las leyes y los tribunales uno de los más importantes. Sin embargo, durante
la transición de un régimen autoritario de un partido dominante a una democracia vigorosa, quizá no debe sorprendernos que la Suprema Corte de México
haya tomado un rol mucho más importante.
Comenzando con la reforma judicial
implementada a comienzos de 1995 y pasando rápidamente a las elecciones de
2000, que llevaron al primer cambio en el poder presidencial en muchas décadas,
es el escenario donde la Corte surge con un rol protagónico en la escena política mexicana.
Académicos mexicanos y de
otras naciones han llevado a cabo una importante cantidad de estudios
interdisciplinarios que acompañan estas reformas e integran análisis políticos
y jurídicos (por ejemplo, Rios-Figueroa 2007; Magaloni 2003, 2006; Sanchez et
al. 2011; Inclán 2009). Estos textos se ubican entre los más variados e interesantes
dentro del campo de los estudios de derecho comparado, y el presente libro no
es la excepción. Por medio de la utilización de diferentes metodologías, los
autores aquí presentes ayudan a esclarecer el rol evolutivo de la Corte en la
democracia mexicana. Los capítulos ameritan ser analizados exhaustivamente no
sólo por los investigadores mexicanos, sino por otros académicos que estén
interesados en comprender el rol de los tribunales y la dinámica de la
democratización. En esta introducción, brevemente posiciono el caso de México
desde una perspectiva comparativa y, posteriormente, realizo algunos
comentarios sobre los capítulos que integran este libro. Vale adelantar que en
conjunto brindan un aporte significativo a la literatura de la política judicial
comparada.
Comenzaré considerando lo
que es una transición democrática paradigmática desde un gobierno autoritario.
Dicha transición, ya sea lenta o rápida, por definición involucra la
introducción de una genuina competencia política; normalmente también
involucrará una reforma constitucional o su sustitución. Comprender o asumir el
pasado puede implicar algún esfuerzo. Y casi con certeza, también estará
acompañado por un rol creciente de la ley y los tribunales. Con relación al
periodo autoritario, es probable que los tribunales jueguen un rol más
prominente en la protección de los derechos en la democratización; también
pueden ocupar un rol más decisivo en la resolución de disputas políticas.
La expansión de los
derechos y la democracia constituyen un hecho natural. La democracia, desde
nuestra perspectiva, requiere los límites de un orden constitucional seguro
para ser efectiva. Estos límites incluyen la definición de las reglas del
juego, así como la provisión de que ciertas zonas del juego —incorporadas en
los derechos constitucionales— no puedan ser tocadas por el proceso político.
Actualmente, la democratización involucra la articulación de los derechos junto
con una maquinaria que los proteja.
En muchos países, la
creación de un tribunal constitucional orientado a servir como principal
institución de revisión constitucional ha sido una tendencia de gran
relevancia. Dicho tribunal tendrá la última palabra en lo concerniente a la
interpretación de la Constitución, y, naturalmente, pasará a estar profundamente
involucrado en la vida política en aquellos países que lo hayan establecido.
Sin embargo, también existen otras clases de instituciones constituidas para
mejorar la protección de los derechos; entre ellas, las comisiones de derechos
humanos, los defensores del pueblo u ombudsman y las salas especiales en la
justicia ordinaria.
Además de la protección de
los derechos, el fenómeno general de la judicialización ha significado que
otros tribunales estén jugando roles cada vez más centrales en la resolución de
disputas políticas. Los conflictos políticos que en el pasado podían resolverse
dentro de los confines de un único partido político, ahora salen a la luz y
adquieren una forma jurídica. Esto, naturalmente, significa que los tribunales
confrontan varias de las interrogantes relacionadas con la transición política
que involucran asuntos distributivos, la justicia administrativa y la
resolución de disputas electorales. Parece que muchas de las nuevas democracias
se encuentran en la posición de Estados Unidos, que fue bien señalada por
Alexis de Tocqueville a principios del siglo XIX: son pocos los conflictos
políticos o sociales que no encuentran su camino a los tribunales.
Los tribunales han
reaccionado ante estas nuevas demandas con una interesante gama de respuestas.
Una manera de pensar esto es en términos de la función judicial (Kapiszewski et
al. 2013). Los roles están limitados por la estructura institucional, pero los
tribunales también tienen cierto poder para articular su propia posición en el orden
democrático, en virtud de los casos que eligen para decidir, su punto de vista
de su propia jurisdicción como expansiva o limitada, y las decisiones de fondo
que toman. En algunos países, los tribunales han jugado un papel importante en
el proceso de reforma en sí. Otros tribunales han sido más pasivos, esperando
que hubiera un profundo proceso de consolidación antes de ejercer más
autoridad. Y un pequeño número de tribunales han desempeñado un papel
importante en la defensa de las prerrogativas del antiguo régimen, defendiendo
el pasado contra el futuro.
En resumen, la
democratización generalmente se acompaña de una expansión en el alcance y el
nivel del Poder Judicial. Pero esa afirmación general oculta una gran
diversidad de variantes, que nos conmina a examinar la dinámica en contextos
particulares. Al examinar el papel de cualquier alto tribunal en particular,
debemos tomar en cuenta el entorno institucional, la socialización, las
actitudes de los jueces y las respuestas de otras partes involucradas del
sistema político hacia el Poder Judicial. Por ejemplo, en Chile, como Lisa
Hilbink (2007) ha demostrado, los jueces se mostraban muy renuentes a ampliar
su papel a partir de una larga tradición de apoliticismo. Por el contrario, en
Sudáfrica, tanto la tradición de autonomía judicial como la necesidad de un
mecanismo de compromiso efectivo llevaron a la clase política a estar dispuesta
a darle al tribunal constitucional un lugar destacado en la transición
democrática (Meierhenrich 2008). Los actores políticos no sólo le delegan
poderes a los tribunales, sino que también reaccionan ante ellos, y el aumento
de la fragmentación política puede darle a los tribunales más margen de
maniobra. En este sentido, la democracia, por definición, ofrece un margen más
amplio para que los tribunales determinen sus roles.
El tiempo es otra
dimensión importante de este análisis, ya que la literatura comparada nos ha
ayudado a entender que los roles pueden cambiar con el tiempo. Hay algunos
indicios de que con la consolidación democrática los tribunales chilenos están
cambiando sus ideas sobre su propio rol (Couso et al., 2011). Por el contrario,
el Tribunal Constitucional de Hungría jugó un papel importante en los primeros
años de la transformación constitucional, pero desde entonces ha pasado a ser
menos dinámico, ya que otras instituciones políticas han buscado activamente
restringirlo. Teniendo en cuenta las dimensiones del rol que desempeñan, el
entorno institucional y político y el tiempo, podremos entender por qué los tribunales
actúan de la manera que lo hacen en cualquier momento y lugar.
II
En cuanto a México, está
claro que, como en cualquier transición democrática, el legado del pasado y las
peculiares dinámicas de la transición han sido especialmente importantes en la
conformación del presente. Durante el período autoritario, los jueces y
magistrados, al igual que otros altos funcionarios del país, estaban integrados
en un sistema dominado por el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Como
es típico de los sistemas de partidos dominantes, los tribunales no eran
particularmente importantes en la gobernanza, aunque eran formalmente autónomos
en el régimen autoritario. En este sentido, si bien la Suprema Corte de México
estaba dotada formalmente con el poder de revisión constitucional, solamente
decidió 55 controversias constitucionales entre 1917 y 1994, como Castagnola y
López Noriega señalan en el capítulo tres de este libro. Los tribunales
confiaron en una especie de formalismo del derecho civil para mantenerse dentro
de una zona delimitada.
La década de 1980 vio un
periodo de reformas que llevaron gradualmente a la democratización (Magaloni
2006; Rios-Figueroa 2007). Al igual que en muchas otras situaciones democratizadoras, la reforma política estuvo acompañada del fortalecimiento
judicial. Sin embargo, el carácter gradual de la transición política de México
significó que no todas las reformas institucionales en el sistema judicial
ocurrieran a la vez, sino de forma episódica. A diferencia de la mayoría de otras
nuevas democracias en América Latina, no se creó ningún tribunal constitucional
especial ni hubo ninguna designación especial en la Suprema Corte. En cambio,
el Poder Judicial ha visto cómo su poder se ha ido ampliando paulatinamente.
Una reforma judicial importante en 1995 amplió la jurisdicción constitucional y
presentó un consejo de la judicatura para aislar los nombramientos judiciales y
la administración del proceso político; también modificó la estructura de la
propia Suprema Corte. Nuevas reformas en 1999 y 2011, junto con varias
decisiones importantes por parte de la misma Suprema Corte, ayudaron a
desarrollar el marco institucional. Las reformas de 2011, reforzadas en 2013,
eliminaron la limitación de larga data en el juicio de amparo para que sólo
tuviera efecto jurídico para las partes del caso (el llamado efecto inter
partes). Esto había planteado un límite importante en la formulación de
políticas de los tribunales mexicanos, pero ahora el Poder Judicial tiene
muchas de las herramientas básicas necesarias para desempeñar el papel
paradigmático descrito anteriormente. Asimismo, la posibilidad de utilizar
directamente los tratados internacionales le da al Poder Judicial un nuevo y
significativo arsenal.
Naturalmente, el
comportamiento judicial ha cambiado con la democratización, y los capítulos que
conforman este libro nos ayudan a entender tales cambios. El capítulo
desarrollado por Andrea Pozas Loyo y Julio Ríos Figueroa muestra cómo la
transición ha afectado una área muy importante, pero poco estudiada. Como parte
de un proyecto de investigación comparativo más amplio, estos académicos trazan
la evolución de las relaciones de competencia entre los tribunales militares y
civiles, demostrando así cómo el periodo reciente ha sido testigo de una
restricción significativa por parte de la Corte del fuero militar. Esto
proporciona un ejemplo de lo que podríamos describir como un movimiento
democratizador paradigmático por parte de los tribunales. El capítulo utiliza
esta área del derecho para desarrollar la idea de la función judicial más allá
de la precedente literatura comparada y, por ello, hace un aporte teórico útil.
Aun así, a pesar de las
grandes expansiones en su papel y su poder, hay una sensación general entre los
otros autores de este libro de que la capacidad de la Suprema Corte de México
está por debajo del rol que se le pide, y refleja los dolores propios del
proceso de maduración que se podrían observar en un tribunal más joven. Parece
que no se han aprovechado muchas oportunidades y, de hecho, pareciera que la
Corte es incapaz de satisfacer las mayores demandas que acompañan a la
democratización. Por lo tanto, vale la pena prestar atención a estos análisis.
El capítulo de Francisca
Pou Giménez es una poderosa denuncia de ciertas deficiencias institucionales.
En su lúcido análisis, primero demuestra que la democratización condujo a la
expansión de los papeles de la Corte y las tareas demandadas a la misma. Además
de servir como tribunal supremo de apelación en un amplio sistema judicial
federal, la Suprema Corte desempeña un papel importante en la administración de
justicia. Esto significa que tiene muy poco tiempo para cualquiera de sus
tareas. En este sentido, señala que la decisión de retener un único tribunal
supremo en lugar de establecer un tribunal constitucional conforme el modelo
kelseniano resultó ser crucial. La Corte debe preocuparse por su propia
jurisprudencia constitucional, por la gestión de un sistema judicial complejo,
y por pronunciarse sobre los recursos interpuestos en todo el país. Todo esto
hace que la lista de casos sea un poco difícil de manejar. En la transición a
la democracia, la Suprema Corte de México ha estado acumulando tareas sin
descartar ninguna.
Como si esto fuera poco,
en su análisis Pou describe muchas características del funcionamiento de la
Corte que parecen premodernas. Los continuos privilegios entre los litigantes
de reuniones informales ex parte con los ministros, así como la práctica de
anunciar públicamente sus decisiones mucho antes de que éstas hayan sido
formuladas por escrito, son dos ejemplos centrales que serán de gran interés
para los comparativistas por ser tan inusuales y contrarios al sistema
paradigmático de derecho. Sin embargo, los problemas no son simplemente
formales. Pou se centra en lo que ella denomina la “confusión de la decisión”
que resulta en la falta de claridad respecto de lo que en realidad el tribunal
ha decidido.
En algunos contextos, por
supuesto, la ambigüedad puede ser estratégica y ventajosa. Por ejemplo, Cass
Sunstein (1995) ha celebrado los méritos de las decisiones judiciales que están
“teorizadas de manera incompleta”, ya que pueden permitir una evolución en la
ley. Pero parece que la Corte de México ha tomado esto más allá para resultar
en lo que podríamos denominar como las decisiones “formuladas de manera
incompleta”, donde los académicos y demás comentaristas analizan los
pronunciamientos públicos de los jueces individuales (a partir de la versiones
estenográficas) en lugar de la sentencia final escrita que sólo aparece meses
después. Si bien las decisiones formuladas de manera incompleta tienen la misma
virtud política de permitir a los diferentes actores leer cosas diferentes en
la decisión del tribunal, tienen el vicio de no producir ninguna jurisprudencia
real, como lo demuestra el relato de Pou sobre las decisiones de la Corte con
referencia al aborto entre 2008 y 2011.
Estas insuficiencias
institucionales tienen consecuencias en lo que respecta a la capacidad de la
Suprema Corte de desarrollar una reputación entre la comunidad jurídica. La
reputación es un recurso central para el ejercicio del Poder Judicial, y los
tribunales pueden tomar algunas decisiones sobre a qué audiencias quieren
enfocarse (Garoupa y Ginsburg 2011). Los factores institucionales también
importan. Los poderes judiciales ordinarios en las jurisdicciones civiles
tienden a centrarse en la reputación colectiva del tribunal, dejando a los
jueces en el anonimato. Por el contrario, las judicaturas del common law y los
tribunales constitucionales generalmente hacen hincapié en la reputación
individual. Al pasar a un sistema de opiniones anunciadas individualmente, la
Suprema Corte mexicana parece estar cambiando su mecanismo para producir una
buena reputación y así poder obtener una mayor confianza por parte de la
opinión pública. Sin embargo, este cambio no está completo. Y existe una
tensión entre la nueva capacidad de la Corte de “mostrarse en público” (Staton
2010) y su función básica de gestionar un sistema jurídico coherente que tenga
una buena reputación a los ojos de los profesionales del derecho. A la larga,
las debilidades institucionales podrían limitar el impacto de la Corte. La
argumentación implica que la popularidad pública no será suficiente si la Corte
no tiene una sólida reputación entre los actores fundamentales del sistema
legal.
Andrea Castagnola y Saúl
López Noriega tienen dos estudios cuidadosos en este volumen que analizan las
decisiones de los ministros en más de mil casos entre 2000 y 2011. En su primer
capítulo, lidian con la cuestión de si la Suprema Corte de México es un
mediador eficaz entre los poderes, y dan una respuesta negativa a la misma. En
su segundo capítulo, examinan el comportamiento judicial en los casos de
derechos humanos, tanto en los juicios de amparo como en las denominadas
“acciones de inconstitucionalidad”. Como en la mejor obra empírica, descubren
algunos hechos sorprendentes sobre el modelo de la toma de decisiones
judiciales, que sorprenderá incluso a los observadores avezados de la Suprema
Corte. Por ejemplo, muestran que en los últimos años los ministros nombrados
por el PRI se muestran más propensos que los ministros nombrados por el PAN, a
respaldar juicios de amparo. Sin embargo, en líneas generales hallan que el
supremo tribunal es bastante conservador y no particularmente
contramayoritario. Nuevamente, esto parece compatible con la visión de una
Corte que todavía está tratando de encontrar su papel, una tarea permanente que
todavía está incompleta.
Las reformas
constitucionales de 2011 se centraron en gran medida en los derechos humanos,
reformulando muchas de las garantías fundamentales ya establecidas en la
Constitución. Esto sugiere que existe una demanda social para que la Corte sea
conocida como un organismo de derechos humanos, en lugar de ser un organismo
centrado en la gestión del federalismo. Es demasiado pronto para concluir al
respecto, pues como cualquier cambio de esa índole todavía está en proceso. El
estudio de Pedro Salazar Ugarte sobre el litigio estratégico expone una
explicación teórica sobre el papel de los litigios de derechos. A su juicio,
los litigios de derechos van al fondo de la misión de los tribunales en una
democracia constitucional, especialmente en una época de internacionalización
de los derechos. Incluye varios estudios de casos de litigio fascinantes, pero
en general piensa que la Suprema Corte de México podría hacer más. Una vez más,
uno queda preguntándose si la continua acumulación de tareas y funciones, con
todas las expectativas que éstas conllevan, simplemente ha limitado demasiado a
la Corte.
III
El Poder Judicial está
supeditado a hacer predicciones específicas sobre los rumbos que la Corte
podría tomar en particular o el momento en que podría ocurrir cualquier cambio.
Una de las mejores características de los capítulos de este libro es que cada
uno toma una perspectiva dinámica, y el panorama general es el de una Corte en
transición. Mucho ha cambiado en los últimos veinte años, y hay algunas señales
de que el máximo tribunal podría seguir aumentando su papel, como podría
esperarse de la experiencia de otros tribunales en democratización.
En la actualidad, una
forma de ilustrar las cuestiones en juego en México es mediante el contraste de
dos visiones alternativas para lo que la Corte podría verse, digamos, en 2030.
Una visión es la de las reformas de los derechos humanos de 2011 llegando a su
plenitud y la Corte emergiendo como un jugador principal en la protección de
los ciudadanos de las diversas amenazas a sus derechos tanto de los sectores
públicos como privados. Desde este punto de vista, un amplio conjunto de
estructuras de apoyo, entre ellos abogados, organizaciones no gubernamentales y
medios de comunicación, trabajarán en conjunto con el tribunal supremo para formar
una especie de ecología de los derechos. Tanto la Corte como los actores
sociales tendrán un papel de fortalecimiento mutuo. Así, la sociedad mexicana
se manifestará como una sociedad más justa.
Sin embargo, hay otra
visión menos transformadora. Se trata de la de una Corte que no opta por
aprovechar la oportunidad proporcionada por las nuevas herramientas jurídicas y
jurisdiccionales. Presionado por el peso de toda su carga de trabajo acumulada,
el máximo tribunal buscará un término medio. De acuerdo con este punto de
vista, la Corte mantendría su enfoque como un órgano de apelación en los
asuntos jurídicos ordinarios, tal vez enfocándose especialmente en temas
relacionados con el federalismo constitucional. La vida política del país puede
permanecer tal cual lo está hoy, aunque con algunos nuevos desafíos.
¿Qué visión prevalecerá?
¿Cuál será el papel de la Corte en una o dos décadas? La esperanza de que la
primera visión prevalezca está implícita en algunas de las críticas de este
libro, pero uno tiene la sensación general de que el motor no ha detenido aún
su marcha. Es evidente que el desarrollo de la dirección maximalista orientada
a los derechos requerirá una mayor atención a los desafíos de las cargas de
trabajo y la capacidad identificadas anteriormente. También puede requerir un
mayor cambio generacional entre los ministros, para que individuos con
diferentes expectativas de roles ocupen su lugar. Y requerirá de una comunidad
académica que continúe desafiando a los tribunales con estudios rigurosos sobre
su rendimiento, sirviendo como un monitor en nombre de la sociedad. Este libro
representa un buen ejemplo de este tipo de trabajo.
Tom Ginsburg. Es profesor
Leo Spitz de Derecho Internacional en la Universidad de Chicago, donde también
tiene un cargo en el Departamento de Ciencia Política.
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