La escena es estremecedora, de horror. Si no se tiene
abotagada o extraviada la sensibilidad, es imposible observarla sin sentir una
piedra en la garganta, una tormenta de indignación en el estómago.
Los justicieros tienen en sus garras a varios profesores, entre los cuales hay dos mujeres de edad relativamente avanzada, en
cuyas manos han colocado carteles denigrantes y a los cuales están rapando como
castigo por no sumarse al movimiento de oposición a la Reforma Educativa.
Los maestros vejados asumen aparentemente una actitud
de resignación, la del que se sabe indefenso. No osan incomodar con alguna
resistencia, ni siquiera con alguna protesta, a quienes los están afrentando.
No vaya a ser que la sanción sea aún peor.
La ofensa ocurre en la vía pública, ante varios
espectadores, entre los cuales, ¡ay!, nadie se atreve tampoco a alzar la voz
para defender a los cautivos. Los reporteros toman notas, fotografías y videos.
La policía está ausente. Los castigadores pueden cumplir su tarea sin que nadie
los perturbe.
Humillaciones similares se inferían a los disidentes o
a los indeseables en la Italia fascista de Mussolini y en la China comunista de
Mao, y a los judíos en la Alemania nazi y los países invadidos por Hitler.
Eran regímenes dictatoriales los que así procedían.
Aquí, en cambio, la vejación no proviene del régimen sino de vengadores que no
se tientan el corazón para escarnecer a quienes llaman traidores al pueblo
simple y sencillamente porque difieren de sus puntos de vista o no respaldan
sus acciones.
Por lo menos en mi caso la intensidad de la indignación
es mayor porque entre las víctimas hay dos mujeres. No hay machismo alguno en
mi sentimiento. El machismo se manifiesta en considerar a las mujeres menos
valiosas que a los hombres, en ignorarlas, en sobajarlas, en celarlas, en
vigilarlas, en coaccionarlas, en restringirles libertades, en darles un
desfavorable trato discriminatorio.
Mi sentimiento, en cambio, se sustenta en valores
aprendidos desde la niñez, en virtud de los cuales, las mujeres, dado que históricamente
han sido maltratadas y físicamente son más vulnerables que los hombres,
ameritan mayores consideraciones y miramientos.
De acuerdo con esos valores, el maltrato de un varón a
una mujer es mayúsculamente canallesco. Y no olvidemos que, como enseñó Von
Schiller, “en las viejas costumbres se oculta, a menudo, un profundo
significado”.
Cierro el paréntesis. Es inadmisible —como ha
manifestado la Comisión Nacional de los Derechos Humanos— cualquier acto
vejatorio contra la dignidad de las personas.
Es ignominioso que los organismos no gubernamentales
—nacionales e internacionales— que en sus declaraciones de principios y en sus
estatutos defienden esos mismos derechos, candidatos a puestos de elección
popular y líderes de partidos políticos guarden silencio cómplice ante esa
barbarie por no aparecer como críticos de la protesta social. Los abusos
cometidos por la policía y el Ejército son intolerables; los cometidos por
militantes de alguna causa social —por indefendible que sea— son incuestionables.
Una cosa es la protesta social utilizando los medios e
instrumentos que permite la legalidad democrática y otra muy distinta el
atropello contra quienes se tilda de enemigos porque disienten de la postura de
los abusivos. La protesta social tiene como límite infranqueable los derechos
de los demás.
Lo que urge es la aplicación de la ley. Ni más ni
menos. La gran mayoría de los mexicanos aspiramos a la vigencia efectiva de un
Estado de derecho, por cuya consecución muchos hemos luchado.
Aplicar las leyes, hacerlas cumplir, no es en modo
alguno incurrir en una represión reprobable o en una tiranía antidemocrática;
por el contrario, la represión reprobable y la postura tiránica son
precisamente las de quienes transgreden las leyes, atacan las instituciones y ultrajan
a las personas amparados en la impunidad escandalosa que prevalece en el país.
No aplicar la ley contra sus transgresores, así
utilicen éstos la coartada o la máscara de la protesta social, equivale a la
rendición deshonrosa de la autoridades, con la consecuencia de dejar a todos a
merced de la brutalidad de los violentos.
Luis de la Barreda Solórzano Investigador del Instituto
de Investigaciones Jurídicas