Matar es la transgresión más extrema a la tendencia
humana a la convivencia con el prójimo. El proceso civilizatorio nos ha
enseñado que la vida, la vida de todos, aun del más cruel de los criminales, es
sagrada.
Nada hay más rechazable que una religión o una ideología que odia de tal manera la vida y la alegría de vivir, que invita al
odio homicida contra todos los que no son correligionarios. Hace siglos fue la
Inquisición, entonces, y ahora el fanatismo islámico. “Seguramente me costará
la vida — piensa el fanático—, pero antes destruiré muchas vidas, todas las que
me sea posible, de los que no conocen o no siguen al pie de la letra la palabra del libro sagrado”.
Esta vez fueron los que paseaban en el malecón, antes los
que convivían en un bar, anteriormente los que escuchaban un concierto de rock
o cenaban en alguna terraza, hace 15 años los que se encontraban trabajando en
las Torres Gemelas. Matar a cuantos se pudiese era la meta, irrazonable como
ninguna otra.
Casi al mismo tiempo que la matanza en Niza, la
bellísima modelo paquistaní Qandeel Baloch fue asesinada por su hermano, quien
actuó “para resarcir el honor de la familia”, pues la mujer publicaba en
Facebook, donde tenía 700 mil seguidores, imágenes que su asesino consideraba
bochornosas, como un video en el que bailaba rap. La vida —de alguien que no
había hecho daño a persona alguna— destruida en aras de un concepto tan
inasible como el honor.
No sólo se mata justificando el homicidio por motivos
religiosos o por un extraño concepto del honor familiar: los móviles políticos
han inspirado muchos asesinatos. Hitler, Stalin y Mao asesinaron a millones de
personas para hacer triunfar sus ideales. Las dictaduras latinoamericanas de
los años 70 dieron muerte a decenas de miles de adversarios políticos o sospechosos
de serlo. Los que combaten a los gobiernos con medios terroristas han
secuestrado, mutilado o matado no solamente a policías y soldados, sino también
a personas inocentes ajenas al gobierno que pretenden derrocar. El Che Guevara,
héroe de muchos jóvenes y no tan jóvenes, decía que, en su lucha por el poder,
el pueblo debía convertirse en una máquina de matar.
“No importa de qué idea se trate —advierte Stefan
Zweig—: todas y cada una de ellas, desde el instante en que recurren al terror
para uniformar y reglamentar las opiniones ajenas, dejan el terreno de lo ideal
para entrar en el de la brutalidad”.
Ahora mismo, tras sofocar la intentona de golpe de
Estado, el presidente turco acaricia la idea de reimplantar la pena de muerte.
Pero Europa es, entre otras cosas, donde esa pena se abolió (Bielorrusia es la
vergonzosa excepción), por lo que la canciller alemana, Angela Merkel, ha
advertido: “La instauración de la pena de muerte en Turquía acabaría con las
conversaciones de adhesión a la Unión Europea. Ningún país que autorice la pena
de muerte puede ser miembro”.
Salvo en caso de legítima defensa, matar nunca será una
acción respetable o admisible. “Matar a un hombre no es defender una doctrina,
sino matar a un hombre”, proclama Castellio cuando Miguel Servet, acusado de
herejía, es asesinado por Calvino, enemigo también, como todos los fanáticos,
de la alegría de vivir, y para quien el disfrute despreocupado y alegre es
pecado, por lo que en Ginebra elimina los días festivos y prohíbe todas las diversiones,
las fiestas, el arte, la música y los atuendos de coquetería femenina (Stefan
Zweig, Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia).
Siempre se ha querido mistificar el asesinato cometido
en nombre de una idea o una utopía. Pero se destruye una vida, concreta y real,
irrepetible, irremplazable, por un espejismo. Sea cual sea el ideal enarbolado,
quien asesina es un asesino.
Luis de la Barreda Solórzano Investigador del Instituto
de Investigaciones Jurídicas