Desde un enfoque formal,
la responsabilidad jurídica se encuentra íntimamente relacionada con la idea de
la imputabilidad, en cuanto atribución de una conducta susceptible de ser
sancionada. De ahí que la teoría jurídica relacione la noción de
responsabilidad jurídica como atribución de una consecuencia por realizar un
acto cometido de manera deliberada (intencionalmente) o negligentemente (por un descuido) por el cual se debe responder.
Para establecer la
existencia de una especie de responsabilidad dentro del derecho, resulta
indispensable considerar la posibilidad de atribuir y sancionar una conducta
violatoria de un deber previamente establecido por el orden jurídico. Para su
nacimiento, se requiere la vinculación entre una conducta (o consecuencia) y un sujeto; que ésta implique la violación de un deber o de una norma jurídica, y
que, finalmente, por sus efectos perniciosos, se genere una nueva obligación
(como medida coactiva).
Ahora, como señala el
filósofo del derecho Manuel Atienza, el derecho no solamente es una práctica
autoritativa, sino que también cumple un rol axiológico que trata de conseguir
fines ulteriores. La relevancia de que las instituciones jurídicas se
conviertan en instrumentos dinámicos, eficaces y útiles para la sociedad, y que
cumplan con “conseguir la paz, la seguridad y el bien de la población” —como
afirmaría John Locke—, implica analizar su papel en razón de diferentes
perspectivas, en cuanto a sus contextos, propósitos y sus efectos.
Vivimos en una nueva era
en donde los derechos humanos se han convertido en el centro de atención de
cualquier estudio jurídico. Hoy no podemos, por ejemplo, tomar un tema de la
ciencia penal sin referirnos a la modificación del anterior sistema
semi-inquisitivo que se transformó en el nuevo sistema penal acusatorio o
adversarial a causa de la reforma de 2008, sistema más garantista tanto para
víctimas y ofendidos, como para imputados. Tampoco podemos referirnos a un tema
mercantil sin abordar lo que significó una muy progresista aplicación del
artículo 21.3 de la Convención Americana en procesos ejecutivos
mercantiles; numeral que, al establecer la prohibición de la usura, se puede
traducir en una reducción ex officio de aquellas tasas de interés notoriamente
usurarias, gracias al control difuso de convencionalidad.
Roberto Lara Chagoyán y
José Ramón Cossío Díaz establecen que este papel central requiere que no se
continúe pensando y administrando las fuentes del derecho de forma tradicional,
sino una nueva teorización, “una forma novedosa de aproximarse al fenómeno
jurídico”. Todo ejercicio jurídico de creación, interpretación, aplicación
e incluso inaplicación debe de tener como marco de referencia último a los
enunciados normativos de derechos humanos.
Enunciados que, como acertadamente
concluyen ambos juristas, conforman, en su conjunto, “el techo o bóveda del
sistema jurídico”.
Tratar de conciliar el
aspecto formal con este renovado y contemporáneo humanismo es asignatura de
todo creador y operador jurídico. Así lo exigen los tiempos.
La sociedad tiene la
expectativa de que los comportamientos de sus iguales y de sus autoridades se
ajusten a lo que prescribe la ley, y que ante su inobservancia se rectifique
—incluso coercitivamente— dicho comportamiento. La función estatal,
especialmente en lo que se refiere a la resolución de los conflictos y a la determinación
de situaciones jurídicas individuales o colectivas, debe lograr su objetivo.
Acortar la brecha entre la expectativa y su realidad se traduce en efectividad,
y ésta, por su parte, hace que un concepto teórico como el Estado de derecho
ocurra en la realidad.
El derecho, sobre esa
base, debe tener como orientación el ejercicio pleno de derechos y libertades
y, al mismo tiempo, tratar de reducir los desequilibrios en condiciones y
capacidades que permitan lograrlo. Y esto tiene congruencia en diferentes
sentidos. Por ejemplo, regresando al derecho penal, concentrar todos los
esfuerzos en disuadir conductas delictivas con base en el miedo de la sanción,
más allá de la impunidad —y de que ésta genera el fracaso de dicha postura—
desde una perspectiva jurídica significa sólo atender a una de las partes de la
obligación jurídica: la posibilidad de la sanción.
La obligación jurídica,
como practica autoritativa y como fin axiológico, comprende dos postulados: “1)
debes conducirte de una manera determinada, 2) si no lo haces así, procederá
contra ti una medida coactiva” (Alonso Gómez Robledo Verduzco). De esta
manera, la obligación jurídica no se reduce al aspecto de la responsabilidad
jurídica en sentido estricto, es decir, al reproche atribuido al autor de una
conducta considerada como incorrecta y a la nueva obligación que se genera como
sanción.
La obligación jurídica, en
el sentido amplio, implica previamente, visto desde la perspectiva del
destinatario de la norma jurídica, la capacidad —en toda su extensión— de
dilucidar, reconocer y aceptar las consecuencias de sus actos, por ser éstos
manifestación de su libre albedrío (potestad de obrar por reflexión y
elección). Por esto, en el derecho han surgido nuevas voces que, implícita o
explícitamente, solicitan el fortalecimiento de la responsabilidad individual.
Decisiones voluntarias y conscientes, que definan la actuación individual y que
la encaminen a la expectativa social (propositiva); como sostendría Dworkin
(Virtud soberana, 2003), a una acción encaminada a su propio bienestar.
Así, tenemos que las
represalias no solamente deben estar procedidas de concebir su posibilidad, en
cuanto a que no queden impunes, sino que también deben estar precedidas de un
efecto disuasivo. Encumbrar un futuro nada promisorio es consecuencia de las
“reglas racionales que se imponen a la conciencia”, sean formadas por la
educación familiar, la instrucción escolar o la formación social, por el
conjunto de éstas; por la experiencia o por el castigo.
Además de que el derecho,
visto desde un enfoque coactivo, es reducirlo a su mínima expresión, despojarlo
de su legitimidad y de su fin último —justicia—; reducir el problema a un
aspecto represivo es equivocado. Apostar al miedo del castigo o a la simple
experiencia carcelaria es insuficiente. Un ejemplo cotidiano es la
temeridad de los grupos delincuenciales; temeridad que ilustra un gran
desprecio hacia los derechos humanos, un pragmatismo que privilegia la
obtención de un beneficio económico o de poder sin ponderación alguna, y una
exaltación mal dirigida por seguir falsos ídolos, causas imaginarias (lucha
contra las fuerzas de seguridad) y dañinas (venganzas). Si no se respeta la
vida propia, qué esperar de que un delincuente pueda divisar las repercusiones
a las víctimas, los daños económicos, emocionales y psicológicos a familiares,
y el gran daño que le causa a la sociedad.
Privilegiar la represión o
retribución por parte del aparato estatal frente a una conducta perniciosa ha
resultado ineficaz. Cualquier sistema cancelario, por muy eficiente que sea,
será rebasado si la sociedad en su conjunto no se vuelca a generar convicciones
en los niños y jóvenes, para que así primero diluciden qué es correcto,
conveniente y redituable, y qué no lo es, y luego actúen conforme a dicha
convicción. Es necesario considerar que el comportamiento habitual y las ideas
dominantes de la presente época están desencadenando una cascada de desvalores.
Creencias tales como “más vale vivir cinco años de rey y no cincuenta de buey”
lo evidencian. No podemos permitirnos vivir en una sociedad que, como dijera
Octavio Paz, prefiere renunciar a la vida antes que exponerse al cambio.
Además de la
deshumanización imperante, el analfabetismo cualitativo en nuestro país
hace, por lo menos, difícil llevar a cabo los ideales de la responsabilidad
individual a la práctica; las asimetrías en educación encuentran su origen en
la desigualdad extrema. Educación, economía y cohesión social son indisolubles
para provocar que el comportamiento cotidiano se ajuste a los más básicos
postulados del derecho: la razón, la armonía, el progreso y el bienestar común,
y, a su vez, disuada cualquier deseo destructivo, venganza privada,
desproporcionalidad y disonancia que nos impida vivir en paz. Fórmula que es
principio básico de la gobernabilidad, como obediencia cívica, legitimidad y
buen gobierno.
En últimas fechas, en
México se ha puesto de relevancia la urgencia de atender la crisis de derechos
humanos; crisis que corresponde no sólo a la actuación de la autoridad, sino al
espiral de violencia en la que está inmerso el país. Altos índices delictivos
que, en gran parte, encuentran su explicación indefectiblemente en carencias
económicas, educativas, éticas y en un resquebrajado tejido social —causa
eficiente de la impunidad—, y como consecuencia, en la falta de una visión más
amplia —disruptiva pero propositiva—, así como de oportunidades e
inexistencia de canales que permitan empoderar, principalmente, a la juventud.
Partir de la premisa de
que deben satisfacerse las necesidades básicas de manera suficiente de toda la
población es consenso de la mayoría. Desde las posturas más conservadoras hasta
las más progresistas sostienen —desde diferentes perspectivas— la reducción de
la desigualdad como uno de los grandes retos de la era contemporánea.
El derecho internacional
en derechos humanos y nuestra Constitución Política establecen, implícita o
tácitamente, este futuro deseable. Por ejemplo, el derecho a la salud no puede
ser pensado sin necesariamente tener ciertas necesidades alimenticias
satisfechas, y las necesidades alimenticias no implican, por sí solas, el
bienestar general de la persona ni su posibilidad de desarrollo. El acceso a
vivienda, educación y entretenimiento forman parte de un desarrollo integral.
Incluso, el derecho a crecer en un entorno sano y libre de violencia está reconocido
por el derecho positivo vigente.
Como bien establece Jorge
Martínez Martínez (Política energética, libro inédito): “si no se respetan los
derechos humanos más importantes (si es que se nos permite catalogarlos) no
sería posible tutelar algunos otros con los que tengan relación”.
Justamente, en la
inobservancia del pleno ejercicio de los derechos humanos es donde reside la nueva
concepción de pobreza y su medición. La pobreza no implica sólo la carencia de
ingresos sino, como dice Amartya Sen, la insuficiencia para garantizar una
alimentación de manera adecuada, de vestido, salud, educación, participación
política e, incluso, integración plena a los usos y costumbres del estrato
social en el que alguien se desenvuelve.
Con base en estos
postulados, Angus Deaton propuso un método de encuestas de hogares para medir
la pobreza, el nivel de vida y otros aspectos como la evaluación de políticas
públicas.
Medición que, partiendo de lo micro a lo macro, a partir de
considerar insuficiencias, carencias o vulnerabilidades nos ha permitido
establecer una idea más exhaustiva, sistemática y acuciosa del nivel de
desarrollo de un país; Deaton, como muchos otros economistas, considera que el
desarrollo económico se basa en la reducción de pobreza. Dicha medición,
finalmente, le valió el Premio Nobel de Economía en 2015.
La comunidad internacional
ha reconocido que el bienestar, en general, de una nación no puede ni debe ser
medido a partir del número de pobres, sino a partir de la inclusión de su
población o, como más poéticamente señala el preámbulo de la Constitución
Suiza, la fuerza de una comunidad se mide en el bienestar de los menos
afortunados. Inclusión que genera cohesión social.
Más allá de que el derecho
persigue la justicia y ésta se traduce en equidad, en la medida en que la
privación, limitación o inobservancia de los derechos humanos genera
desigualdad, y la desigualdad afecta a la efectividad del derecho, la
desigualdad se ha convertido en un problema también jurídico. ¿Cómo lograr la
equidad y cuál sería el papel del derecho? Por principio, y tal y como
sostienen todas las teorías liberales sobre la justicia, con el pleno respeto
al paradigma de los derechos humanos, tanto por parte del gobierno como por
otros particulares que también ejercen poder sobre el resto de la sociedad.
Y aquí nuevamente cobra
relevancia el ejemplo de derecho mercantil previamente esbozado y lo acertado
de la resolución. Thomas Piketty, uno de los economistas más famosos de los
últimos años, revela la importancia de reducir prudencialmente cualquier tasa
usuraria con una fórmula muy sencilla: si la tasa de rendimiento del capital es
superior a la tasa de crecimiento económico, el resultado será la desigualdad.
Por supuesto, la idea del liberalismo democrático sostenido por Thomas Piketty,
Joseph Stiglitz, Anthony Atkinson, Paul Krugman, Robert Solow, Angus Deaton o
Ha-Joon Chang, así como por muchos otros economistas y científicos sociales no
es otra cosa sino controlar las fuerzas de mercado y frenar cualquier ambición
desmedida que nos lleve a la inequidad extrema que hoy nos azora.
De lo macro a lo micro, en
un ejemplo doméstico, imaginemos a una persona perteneciente a los déciles I,
II, III o IV en la medición del Consejo Nacional de Evaluación de la Política
Social (Coneval), en la que se encuentra el 42.3% de la población en México en
2014, quien, de acuerdo a dicha encuesta, no puede adquirir la canasta básica
alimentaria. Supongamos que la misma persona quiere superarse para obtener un
grado, una cualidad técnica o formar una pequeña empresa. Si por alguna razón
no tuvo la oportunidad de obtener un apoyo económico del gobierno o éste
resulta insuficiente, seguramente sólo tendrá como alternativa el crédito.
Ahora, si sólo tiene acceso a una tasa del 30%, 40% o más, más comisiones,
cualquier inversión en crecimiento con base en él es imposible, porque le
resultaría impagable. De hecho, en la realidad, difícilmente se lo otorgarían
por la misma insolvencia, pero si se lo otorgaran ¿qué negocio o actividad
económica tiene un crecimiento del 30% anual en una economía deprimida?
Incluso, para el décil IX, que cuenta con un ingreso promedio de $20,721 (INEGI
2014), le sería complicado.
Por ello, cabría esperar
que decisiones como la reducción prudencial de tasas fueran sucedidas por
resoluciones orientadas en el mismo sentido. La interacción del derecho brinda
ventajas insoslayables en su aplicación cotidiana; posibilidad que representa
un menor costo, mayor dinamismo y mejor precisión frente a cualquier subsidio,
“medida de beneficio probado” —mean-tested benefit—, o apoyo gubernamental.
Abordar situaciones específicas en las que se pueden analizar las condiciones y
capacidades de la persona en concreto representa una ventaja que cualquier
economista, politólogo o sociólogo envidiaría. Si la aprovechamos y cada
operador jurídico asume su responsabilidad individual, privilegia la atención,
facilita los trámites y brinda soluciones jurisdiccionales equitativas, las
personas en una situación vulnerable lo serán menos.
Así lo exige no sólo el
progreso económico, sino también la presión moral, la sensatez y nuestro orden
normativo.
En cuanto a la educación,
Hugo Casanova —especialista en tema de educación— señala que “las personas al
margen de las letras en México suman cerca de 5.4 millones —cifra superior a la
población de países como Finlandia, Noruega, Costa Rica o Uruguay—, las cuales
ratifican, entre otros temas, la inobservancia del derecho a la educación
establecido por la Constitución Política de 1917”.
Por otro lado, desde hace
muchos años, la oferta de espacios en la educación pública superior del país se
ha visto muy rebasada respecto de la demanda.
Los grandes aciertos que
ha tenido la Suprema Corte de la Justicia de la Nación, al privilegiar el
derecho de los educandos a un aprendizaje de calidad y el interés superior del
menor, no deberían limitarse a considerar que políticas funcionales
administrativas (de evaluación, estándar y competencia) constituyen el último
asidero de la educación pública. La educación no se puede tratar en analogía a
un tema de cómo preparar y vender hamburguesas en cualquier parte del mundo. No
podemos vislumbrar que un trabajo que requiera pocas habilidades sea nuestro
último fin deseable. Incluso, pensar que un poco de entrenamiento puede
resolver cualquier problemática que se presente en un trabajo estandarizado es
un error —de ello damos cuenta los clientes cotidianamente—.
Las expectativas tienen
que ser más altas y deben obedecer a intereses no solamente económicos. El
sector educativo público no se puede convertir en un gran centro de
capacitación para corporativos. Alemania y Corea del Sur son buenos ejemplos de
que apostarle a la calidad da buenos resultados.
El gasto público en
educación, divulgación e innovación es una inversión que se traduce en los
mejores activos de un país: su capital humano. Se requiere revertir la
desigualdad a partir no sólo de transferencias de recursos materiales para
equilibrar las disparidades en las condiciones personales, sino de un enfoque
integral, que también busque la equidad en las capacidades personales. La
necesidad de encontrar una solución en cuanto al ejercicio pleno del derecho a
la educación, no nada más obligatoria —que abarca hasta la media superior—, y
fomentar la difusión del conocimiento y la divulgación científica es un asunto
sustancial.
Como han establecido
Joseph E. Stiglitz y Bruce C. Greenwald, el aprendizaje ha sido el detonante
del progreso de la sociedad en los últimos siglos. “Todo esto pone de
manifiesto que uno de los objetivos de la política económica debería consistir
en crear políticas y estructuras económicas que mejoren tanto el aprendizaje
como los efectos del mismo; es más probable que la creación de una sociedad del
aprendizaje aumente los niveles de vida a que lo haga el hecho de llevar a cabo
mejoras pequeñas y únicas en la eficiencia económica o sacrificar el consumo
hoy para que haya una intensificación de capital”.
La inequidad no solamente
atenta en contra de los ideales democráticos y hace imposible pensar en
cualquier posibilidad efectiva del derecho, también es totalmente opuesta a
nuestro proyecto de nación. Si bien no podemos permitir caer en el campo de la
ciencia ficción, sí es deseable, viable y alcanzable reducir los extremos que hoy
impiden visualizar un futuro promisorio a millones de personas que hoy guardan
como único error haber nacido en una condición desfavorable.
La inequidad y, por tanto,
la falta de oportunidades, la inseguridad y la falta de cohesión social nos
afectan a todos. Con mayor gravedad a las nuevas generaciones, a quienes no
podemos garantizarles que, en esta ruleta de la vida en los presentes
contextos, gocen de un buen nivel de vida. Y si dicho nivel de vida ocurre, a
estar exentos de una violencia desenfrenada que evoca la falta de una
ciudadanía humanizada.
Los principios
universales, valores morales e ideales de justicia contenidos en los enunciados
normativos de los instrumentos nacionales e internacionales de derechos
humanos, así como en el corpus iuris, en general, deben orientar una actividad
jurídica con mayor capacidad de adaptación, suficientemente flexible, y
desarrollada con plena conciencia del entorno doméstico e internacional,
económico, político y social. A manera de que —como sostuviera Adolfo Sánchez
Vázquez (Ética y política, 2007)— los derechos emanados de la tradición liberal
ya no solamente se proclamen sino que existan condiciones reales que permitan
ejercerlos.
La reconciliación entre las teorías liberales clásicas y los
ideales igualitarios que pugnan por una distribución más justa nos encaminan a
ello.
Si bien impulsar políticas
públicas de créditos blandos y tasas negativas, privilegiar el gasto público en
educación, así como impulsar programas de becas subsidiadas en el sector
privado e incentivar la investigación científica e innovación tecnológica en
ambos sectores, sumados a ciertas correcciones en el sistema impositivo podrían
comenzar ayudar a propiciar la equidad, éstas serían insuficientes si no van
acompañadas de una serie de acciones jurídicas, de un cambio de mentalidad y de
una novedosa forma de aproximarse al fenómeno jurídico. El derecho tiene que
mudar de opinión y transitar con los nuevos tiempos. No podemos tener como
objetivo ir a un lugar de donde los demás vienen y se preguntan cómo salir de
él.
Hoy, los jueces han
comenzado a revalorar los derechos humanos como enunciado normativo último del
sistema jurídico; no obstante, convendría que las otras instancias,
administrativas, legislativas y órganos autónomos también lo hicieran. De
hecho, creadores y operadores jurídicos, así como la sociedad en su conjunto
debemos darle la relevancia que requiere, en todas sus dimensiones. La búsqueda
del ejercicio de los derechos humanos, así como la consecución de los ideales
de justicia que sus enunciados normativos consignan y, en suma, la búsqueda de
la plena aplicación del derecho nos obliga a repensar cómo utilizamos nuestras
herramientas constitucionales y convencionales para elaborar una realidad
diferente, que se ajuste más a nuestro proyecto de nación.
Por muchos años se ha
intentado confinar al derecho o darle un papel relegado frente a la economía,
siendo que el derecho es una de las principales disciplinas con interacción
social, económica y política, que forma, transforma y debe encaminarse a
equilibrar las fuerzas que se desempeñan en la sociedad. Es hora de reasumir su
papel preponderante, que se aproveche toda la potencialidad que nos brinda y se
propicie aquella equidad que se traduce en igualdad de oportunidades, en desarrollo
educativo, económico y social y, por tanto, en la efectividad del derecho.
Luis Rodrigo Vargas Gil
Consultor en materia pública y director de Grupo Vonwolf de México S.C.