Un campo algodonero no
sólo es una extensión cultivada con brotes blancos que semejan nubes.
Es
también un lugar teñido de sangre. Al menos, así fue en Chihuahua.
Con ese nombre se conoce
la sentencia emitida hace seis años, un 16 de noviembre, por la Corte Interamericana de Derechos Humanos a través de la cual se sancionó al Estado
mexicano por acciones y omisiones relacionadas con la desaparición, maltrato y
privación de la vida de tres mujeres: Esmeralda Herrera Monreal, Laura Berenice
Ramos Monárrez y Claudia Ivette González.
Esmeralda tenía sólo 14
años al momento de desaparecer en 2001. Era empleada doméstica y llevaba dos
meses viviendo en Ciudad Juárez. Su cuerpo fue hallado cinco años después.
Laura tenía 17 años cuando
desapareció en el 2001. De la prepa donde estudiaba ya habían desaparecido
otras jóvenes. La confirmación del hallazgo de su cuerpo se hizo en 2008 en el
campo algodonero. Al año siguiente, Benita, su mamá, logró asilo en los Estados
Unidos por falta de garantías para su integridad y su vida en México.
Claudia tenía 20 años y
trabajaba en una maquiladora. Ese día llegó dos minutos tarde a su trabajo y el
guardia ya no le permitió el ingreso. No se volvió a saber de ella.
Son tres de las muchas
muertas de Juárez.
Sus casos llegaron a la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 2002, gracias al acompañamiento
de Asociaciones Civiles que presentaron las denuncias. En 2003, se publicó el
informe de la Relatora sobre Derechos de las Mujeres. La Corte Interamericana
recibió después 24 casos, de los cuales 21 se quedaron en el camino por
distintas razones procesales.
La emblemática sentencia
marcó a la justicia para las mujeres no sólo en México sino en toda
Latinoamérica. Una y otra vez, este instrumento se usa como referente para los
nuevos sucesos que lamentablemente se siguen dando.
La última supervisión del
cumplimiento de sentencia se realizó en mayo de 2013. La Corte Interamericana
determinó que el Estado mexicano cumplió con muchos de los puntos de la
sentencia pero quedan otros pendientes como el de “conducir eficazmente el
proceso penal para identificar, procesar y, en su caso, sancionar a los
responsables materiales e intelectuales de los delitos en cuestión”;
“investigar a los funcionarios acusados de irregularidades y luego de un debido
proceso, aplicar las sanciones administrativas, disciplinarias o penales a
quienes fueron encontrados responsables” y “sancionar a los responsables del
hostigamiento del que han sido objeto algunos familiares de las víctimas”, en
pocas palabras: poner fin a la impunidad.
En toda Latinoamérica está
vivo el movimiento de Ni una Más, sin embargo, diariamente tenemos noticias de
que con el mismo patrón, pero en distintas geografías, otras mujeres siguen
siendo víctimas recibiendo un trato de objeto disponible y desechable y no de
ser humano digno.
De poco sirve que se haya
tipificado el feminicidio -que prevé la privación de la vida de una mujer por
razones de género- si al final todo se investiga y procesa igual y nadie
resulta responsable. Poca es la utilidad de las leyes y los protocolos si los
operadores no cambian su forma de aproximarse al fenómeno. Hay instancias
ministeriales que continúan inculpando a las víctimas y justificando al
victimario.
La sentencia ha logrado
mover estructuras desde las raíces más profundas, pero no conmover a quienes
como perpetradores o cómplices, repiten patrones de dominación y que son
precisamente quienes deben contribuir a desmantelar la incultura que da pie al
hecho.
Quisiéramos creer que unas
mujeres ofrendaron su vida para preservar la vida de otras mujeres.
El Estado mexicano fue
condenado. Somos su población. Tenemos, por tanto, también una tarea personal a
cargo.
Leticia Bonifaz Alfonzo
Directora de Derechos Humanos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.