La función más importante
del derecho es la regulación de las conductas humanas. A lo largo de la
historia este objetivo se ha logrado mediante el ofrecimiento de premios pero,
sobre todo, con la amenaza de castigos. Estos se han hecho recaer en la vida,
el cuerpo, la libertad o el patrimonio de las personas o de los grupos. Para
impedir que unos maten a otros, se han previsto penas de muerte o de prisión;
para lograr que los deudores paguen sus deudas, la posibilidad de ejecuciones forzadas sobre parte de sus bienes o todos ellos.
Quien tiene hijos ha contratado a un trabajador o ha recibido un crédito, sabe que responde con su patrimonio por el incumplimiento de sus obligaciones.
Quien tiene hijos ha contratado a un trabajador o ha recibido un crédito, sabe que responde con su patrimonio por el incumplimiento de sus obligaciones.
Establecidas las conductas que deben realizarse y las que pueden dar lugar a las sanciones, los órdenes jurídicos prevén también los procesos mediante los cuales ciertos órganos autorizados pueden determinarlas y ordenar su ejecución. En distintos momentos de la historia, tales tareas correspondieron a sacerdotes o monarcas. En la actualidad, se encomiendan a los funcionarios estatales especializados llamados juzgadores. Frente a ellos se instruyen procesos en los que, una vez que las partes han sido escuchadas, sus pruebas valoradas y sus argumentos atendidos, se dictan sentencias donde se ordena, en su caso, la imposición de la sanción que corresponda. La libertad del culpable se verá afectada con años de cárcel, o su patrimonio mermado con multas a favor del Estado o restituyendo a un particular las cantidades que se le adeuden.
La anterior es la
descripción estándar del funcionamiento general de los órdenes jurídicos. La
realización más o menos común de las conductas que las sociedades de
determinado tiempo consideran deseables, va lográndose mediante la amenaza de
sanciones u otorgamiento de premios previstos por el legislador e impuestos,
cotidiana y concretamente, por los juzgadores. La mecánica operativa es clara
en su abstracta descripción: la previsión de conductas a realizar y las
sanciones imponibles por su incumplimiento; procesos para determinar las
violaciones a las obligaciones y la identificación del responsable; imposición
coactiva de sanciones. Más allá de las críticas sustantivas que pueda merecer
esta dinámica, lo cierto es que mediante ella tratan de ordenarse en las
sociedades las conductas individuales de sus miembros y, con ello, algunas de
las formas elementales de convivencia que nuestra modernidad considera
deseables
¿Qué pasa cuando algo
falla en el sistema de control social impuesto por el derecho? ¿Qué pasa cuando
no se describen bien las obligaciones a realizar o los obligados por ellas, o
no se determinan adecuadamente las correspondientes sanciones? ¿Qué pasa cuando
quien incumplió con lo que debía no puede ser identificado, o si lo es no puede
ser llevado a proceso, o si lo fue, no pudieron probarse sus conductas, o si
esto último aconteció, pudo corromper a quien lo juzgó? Por simple que parezca,
todas las respuestas conducen a un mismo punto: a la impunidad. Esto es, a la
imposibilidad de que quien deba ser sancionado por la realización de conductas
consideradas reprobables, no lo sea por defectos de uno o más componentes del
sistema. Por la mala técnica legislativa utilizada, la incapacidad estatal de
identificar hechos y delincuentes, la deficiente preparación judicial o la
abierta corrupción de los funcionarios. En lo individual, la impunidad permite
que quien actuó mal no reciba el castigo que socialmente merece y la
posibilidad de que actúe nuevamente contra el colectivo; en lo social, la
impunidad evita la ordenación generalizada. Lo verdaderamente grave con la
impunidad es que finalmente el sistema jurídico deja de cumplir con sus
funciones, en mucho por la incapacidad de los agentes que, se supone, debieran
mantenerlo. Pensar detenidamente cómo se da la impunidad y cómo evitarla en
todos los niveles, es una de las tareas más relevantes de la construcción
social. De ello depende nada menos que el mantenimiento constante de la
convivencia común.
José Ramón Cossío Díaz
Ministro de la Suprema Corte de Justicia