La tendencia a la militarización de la seguridad pública se presenta en México en dos dimensiones.
Por una parte, bajo el uso de las fuerzas armadas en misiones y funciones de naturaleza policial, particularmente en aquellos estados y municipios rebasados por la delincuencia organizada, ya sea a solicitud de la propia autoridad política local o por decisión directa del presidente de la República, en su calidad de comandante supremo de las fuerzas armadas.
Por una parte, bajo el uso de las fuerzas armadas en misiones y funciones de naturaleza policial, particularmente en aquellos estados y municipios rebasados por la delincuencia organizada, ya sea a solicitud de la propia autoridad política local o por decisión directa del presidente de la República, en su calidad de comandante supremo de las fuerzas armadas.
Y, por la otra, bajo la modalidad del mal
llamado “modelo de mando policial único”, que el gobierno central impone a las
entidades federativas y cuyo principal efecto es optar por el modelo de policía
militarizada –antítesis del modelo de policía civil– en la mayoría de los
estados de la República.
Tratándose de la primera dimensión, el lector se
encuentra ante una constante histórica ya que incluso durante la
gestión de Porfirio Díaz, la creación del cuerpo de rurales lejos estuvo de
resolver el problema endémico de inseguridad en las vías generales de comunicación
de mano de los denominados salteadores de caminos (para quienes la Constitución
reservaba la pena capital), de ahí que Díaz se viese obligado a recurrir de
manera sistemática a la institución militar.
De la misma época procede la figura del estado mayor
presidencial, que logra sobrevivir a los trabajos del Constituyente de 1917 y,
como caso inédito en el mundo, siendo un grupo de militares, se le confía la
protección de la vida e integridad física del presidente de la República y de
su familia.
Los sucesivos gobiernos de la República han cedido a la
tentación de “disponer de la fuerza armada permanente de la nación”, facultad
que la Constitución reserva al presidente en virtud del artículo 89, fracción
VI. El problema, en todo caso, estriba en que la misma se destina para
preservar la seguridad interior y la defensa exterior de la federación, y no
para garantizar la seguridad pública. A lo que se suma una laguna jurídica,
puesto que ante la ausencia de una ley reglamentaria, la categoría seguridad interior
carece de definición y, por ende, se desconocen sus contenidos y alcances.
En este contexto, de jure México vive bajo el
amparo del Estado de Derecho; pero, de facto, el estado de excepción
domina el escenario político nacional, ahí donde los militares y marinos son
comprometidos en misiones y funciones que corresponden con la seguridad
pública.
Probablemente, esta situación responda a la
interpretación que del artículo 129 constitucional y de la integración de la
Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) y de la Secretaría de Marina (SEMAR)
al Consejo de Seguridad Pública –de acuerdo a la entonces Ley General que
establece las bases de coordinación del Sistema Nacional de Seguridad Pública–
hizo en abril de 1996 la Suprema Corte de Justicia; y a la propia aplicación o
ejecución de cinco tesis en el mismo sentido (que sientan jurisprudencia)
cuatro años después, que dejan expedita la participación de ambas secretarías
de despacho en el ámbito de la seguridad pública, sin necesidad de que sea
declarado el estado de excepción y con efectos perniciosos sobre los derechos
humanos, incluyendo el del propio personal castrense comprometido. Cabe
recordar que tal artículo 129 constitucional dice:
En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede
ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina
militar. Solamente habrá Comandancias Militares fijas y permanentes en
castillos, fortalezas y almacenes que dependan inmediatamente del Gobierno de
la Unión; o en los campamentos, cuarteles o depósitos que, fuera de las
poblaciones, estableciere para la estación de las tropas.
Conviene insistir en que el máximo órgano
jurisdiccional mexicano no lo interpreta así e, incluso, allana el camino para
que las fuerzas armadas participen en el ámbito de la seguridad pública: en
cinco tesis del Pleno de la Suprema Corte se establece que las tres fuerzas
“pueden participar en acciones civiles a favor de la seguridad pública, en
auxilio de las autoridades civiles” (SCJN, 2000: Tomo XI, 556 y 557).
Las dos condiciones o reservas establecidas en estas
tesis por la propia Corte son: a) que la participación de los militares
responda a una solicitud fundada y motivada de la autoridad política (por
ejemplo, un gobernador o presidente municipal) y b) que durante la intervención
de las fuerzas armadas, las mismas se encuentren subordinadas a la autoridad
política.
Sin embargo, cabe señalar que, hasta el momento, el
instrumento militar interviene a requerimiento de la autoridad política, pero
en la práctica no se subordinan a la misma. Por el contrario, la experiencia
demuestra que las fuerzas armadas se caracterizan por la autonomía en el
ejercicio del comando y de sus actuaciones.
Dado que se impone la cadena de mando y que durante su
accionar los militares suelen quebrantar los derechos humanos de la población,
vale la pena preguntarse si no sería recomendable declarar el estado de
excepción, de conformidad con el artículo 29 constitucional, cuyo texto es el
siguiente:
En casos de invasión, perturbación grave de la paz
pública, o de cualquier otro que ponga a la sociedad en grave peligro o
conflicto, solamente el Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, de acuerdo
con los Titulares de las Secretarías de Estado, los Departamentos
Administrativos y la Procuraduría General de la República y con aprobación del
Congreso de la Unión y, en los recesos de éste, de la Comisión Permanente,
podrá suspender en todo el país o en lugar determinado las garantías que fuesen
obstáculo para hacer frente, rápida y fácilmente a la situación; pero deberá
hacerlo por un tiempo limitado, por medio de prevenciones generales y sin que
la suspensión se contraiga a determinado individuo […]
La interpretación de la Suprema Corte que permite a los
militares y marinos actuar como policías sin necesidad de declarar el estado de
excepción, responde a la propia confusión entre los niveles de seguridad y, tal
como se pone de relieve, a la ausencia de una definición clara de la categoría
seguridad interior. El programa sectorial en materia de seguridad nacional
vigente intenta dar cuenta de este vacío legal de la siguiente forma: (Poder
Ejecutivo de la Federación, 2014: 5. Seguridad Interior y Defensa)
La Seguridad Interior y la Seguridad Pública se
encuentran ampliamente interrelacionadas y exigen un uso diferenciado del poder
del Estado. En el primer caso, para hacer frente a riesgos y amenazas que
vulneran el orden constitucional y sus instituciones fundamentales; en el
segundo, para velar por la observancia del Estado de Derecho y la seguridad de
los ciudadanos y sus bienes.
En otras palabras, se concibe a la seguridad interior
como una función política que, al garantizar el orden constitucional y la
gobernabilidad democrática, sienta las bases para el desarrollo económico,
social y cultural del país, permitiendo así el mejoramiento de las condiciones
de vida de su población. Concepción que se superpone con la de seguridad
nacional y genera confusión pero que, a la vez, justifica la injerencia de las
fuerzas armadas en el marco de la seguridad pública.
Además, frente a esta laguna jurídica y a la ausencia
de la declaratoria del estado de excepción, las fuerzas armadas se ven
compelidas a actuar sin un manto de protección legal.
Jorge Carrillo Olea, director-fundador del CISEN y
general (retirado), reflexiona sobre la reciente solicitud del Secretario de
Defensa de contar con un marco legal para evitar, en el futuro, un escenario de
rendición de cuentas de sus actuaciones al margen de la ley:
A raíz de tantos hechos trágicos en que las fuerzas
armadas se han visto involucradas, con toda razón surge con insistencia un tema
de parte del secretario de la Defensa. Está en lo justo: no cuentan con las
bases legales para su actuación en tareas de seguridad pública.
Legislar sin resolver antes la ambigüedad conceptual en
que operan las fuerzas armadas puede ser nacionalmente peligroso, al no saberse
a ciencia cierta qué tipo de tropas demanda el país ni cuál sería el alcance de
su misión en el ámbito de la seguridad interior. El riesgo es hacer más rígido,
irrevocable, su carácter actual de policía suplente. Ya no habría paso atrás;
la función policiaca como responsabilidad civil se habría extinguido. Los
gobernadores aplaudirían.
Hacer leyes sin saber hacia dónde nos conducen al
final sería un paso peligroso. La ambigüedad sobre las fuerzas armadas debe
erradicarse. En el pasado esa indeterminación ha sido cómoda para los
presidentes. Las han empleado en todo aquello que el poder civil es impotente o
insuficiente: actividades de protección civil, perseguir guerrillas, reprimir
violencia social, enfrentar al narco y ahora someter a la
criminalidad general que nos ahoga. Los costos para ellas han sido enormes y
seguirán creciendo.
[…] Es importante clarificar en la ley para qué
necesita el país a sus fuerzas armadas. Hay que precisarlo en la Constitución,
documento esencial donde aparecen de manera indeterminante. Sólo se las
menciona; carecen de personalidad constitucional. Se dice en ella quién nombra
a sus mandos, quién dispone de ella para la seguridad interior (artículo 89);
en un extremo, lo que no pueden hacer (artículo 129); qué jurisdicción rige en
sus cuarteles (artículo 132); quién declara la guerra o quién las levanta
(artículo 73). Para más, existen tres fuerzas armadas y la Constitución no lo
reconoce. Para ordenarles actuar se usa como muleta una jurisprudencia de la
Suprema Corte.
Frente a esta “muleta” de la Suprema Corte a la que
hace referencia Carrillo Olea, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR,
2015: 25) recomienda que:
El estado de excepción debe ser declarado oficialmente
por el organismo nacional competente. Ello permite a la población conocer
exactamente el ámbito de aplicación material, territorial y temporal de las
medidas de excepción y previene las suspensiones de facto, así como las posteriores
tentativas de justificar violaciones de los derechos humanos.
De esta manera, en América Latina (y en México) existe
un debate en torno a si las fuerzas armadas deben o no desempeñar misiones y
funciones de naturaleza policial, incluyendo el combate al narcotráfico: por un
lado, se encuentra una posición extrema de rechazo absoluto, que limita a la
institución castrense a la tradicional y restringida misión de la defensa
nacional; en especial, entre los políticos y académicos de la región del Cono
Sur y probablemente debido a la irrupción extra-constitucional –léase, golpes
de Estado– de las fuerzas armadas y el establecimiento de gobiernos de facto
responsables de crímenes de lesa humanidad a lo largo de su devenir
histórico. Por otro, la propia realidad que obliga, cada vez más, a recurrir a
la institución de mayor confianza ciudadana, como respuesta estatal ante
amenazas y riesgos que ninguna otra dependencia del Estado está en condiciones
de afrontar.
Incluso, el propio CICR (2015: 6) se adhiere a esta segunda
vertiente, al aceptar que ante situaciones excepcionales, las fuerzas armadas
pueden ser requeridas en apoyo a las autoridades civiles. Se trata de la
aplicación del sentido común: si el estadista cuenta con el instrumento militar
y las circunstancias recomiendan su uso, ¿por qué no habría de hacerlo?
Piénsese, por ejemplo, en el estado de Tamaulipas que, sin la presencia
permanente de las fuerzas armadas en calidad de policías, sería un estado
fallido ante la inoperancia del gobierno estatal. En todo caso, habría que
preguntarse cómo hacer uso del mismo en el marco de un Estado de Derecho con
una doble finalidad: dotar de certidumbre jurídica a la población en la que
actuarán las fuerzas armadas y tender un manto de protección legal a los propios
uniformados que, como escalón de ejecución, se limitan a cumplir las órdenes y
directivas emanadas del poder político.
Finalmente, en lo que respecta a la segunda vertiente
del proceso de militarización de la seguridad pública, el lector se encuentra
frente a un legado de la administración encabezada por Felipe Calderón
(2006-2012), a la que ha dado continuidad la administración de Peña Nieto, a
saber: el “modelo de mando policial único” (en rigor, mando policial único
significa sistema policial centralizado, que en el marco del pacto federal y de
la figura del municipio libre es inviable en México), que no tiene otro
significado que adoptar el modelo de policía militarizada en las entidades
federativas, quebrantando así la voluntad del constituyente permanente plasmada
en el artículo 21 constitucional que establece que la institución policial será
profesional, disciplinada y civil.
Así, a contracorriente de las tendencias de los países
de mayor grado de desarrollo relativo, el gobierno central mexicano apuesta por
la centralización policial y cuerpos de seguridad pública militarizados,
dotados de sistemas de armas de alto poder de fuego y letalidad, alejados de la
población a la que se deben.
Por el contrario, las experiencias policiales más
exitosas se basan en la descentralización y en la desmilitarización. Por
ejemplo, recientemente los propios integrantes de la Guardia Civil Española
(fuerza intermedia no deliberante creada por decreto real en diciembre de 1844)
salieron a las calles para demandar su homologación con el resto de las fuerzas
de seguridad del Estado español, cuyo significado no es otro que su
desmilitarización.
Miles de guardias civiles y familiares han
protagonizado hoy “una marea de tricornios” por las calles de Madrid para
exigir la equiparación de sus condiciones laborales con las de los policías, en
una manifestación que ha estado marcada por los atentados terroristas de la
pasada noche en París.
Recapitulando, una vez más en México nos encontramos
frente a una tensión entre la legalidad y la realidad; si aspiramos a un Estado
democrático de Derecho debería imponerse la legalidad. Pero si ni el marco
normativo ni las instituciones policiales responden a los retos actuales,
entonces, debiese ser sometido a un proceso de actualización. El cual, vale
subrayar, no debe soslayar la categoría seguridad interior ni a las propias
fuerzas armadas. Lo peor que nos podría pasar sería dar continuidad a la estrategia
de seguridad del entonces presidente Calderón, con el agravante de asumirse
como “el gobierno del cambio”.
Marcos Pablo Moloeznik. Profesor-Investigador
Titular de la Universidad de Guadalajara e Investigador Nacional del Sistema
Nacional de Investigadores.