Como lo señalada el
consejero presidente, Lorenzo Córdova, en el periódico El Universal (http://www.eluniversal.com.mx/entrada-de-opinion/articulo/lorenzo-cordov..),
la elección se llevó a cabo con las seguridades que el INE sabe proporcionar a
los procesos: capacitadores electorales eficientes, magnífica logística en
instalación de casillas, conteo rápido y programa de resultados preliminares
que funcionaron y dieron certeza al proceso.
La Reforma Electoral de
2014 inició con el propósito de eliminar los organismos locales para que el
nuevo INE fuera la única institución administrativa que organizara elecciones.
Al final quedó el esquema híbrido que hoy tenemos. Se trataba, entre otras
cosas, de impedir que los gobernadores influyeran en la conformación de los
consejos, esto se logró parcialmente, ya que las presiones que recibieron los
consejeros del INE no fueron pocas ni irresistibles.
La calidad e imparcialidad
de los consejos resultó dispareja. Sin lugar a dudas hay buenos consejos
locales y otros que resultaron un desastre. La presidenta del Consejo de Colima
no fue un buen nombramiento. El INE le ha abierto un proceso del que podría resultar
su remoción, ya que su imprudente conducción en la prensa nacional sirvió para
agudizar el conflicto poselectoral.
El Tribunal Electoral
consideró que había suficientes irregularidades como para anular la elección.
No es claro que el Tribunal tuviese autoridad para ordenar que el INE
organizara la elección extraordinaria, pero lo hizo y, al ser la última
instancia, el INE acató el mandato de la autoridad jurisdiccional.
Mientras el INE organizó
la elección extraordinaria, el OPL jugó el papel de espectador sin tener
obligación ni responsabilidad alguna, esto no disminuyó sus costos al erario.
La pregunta se impone, ¿debemos pasar, de una vez por todas, a la desaparición
de las autoridades locales? El comportamiento de los institutos locales y sus respectivos
consejeros en los procesos de 2016 determinarán la respuesta.
La elección extraordinaria
fungió, de alguna manera, como una segunda vuelta, por ello es necesario pensar
cuál es el mal menor para los sistemas electorales. Como primera opción estaría
entrar de lleno a la segunda vuelta, a pesar de que sus consecuencias en
América Latina han sido desastrosas para los sistemas de partidos. La segunda
opción es seguir incentivando conflictos poselectorales cuando la distancia
entre el primero y el segundo lugar es mínima y el perdedor se aferre a
demostrar que las trampas del primer lugar obligan a repetir el proceso. Colima
no fue el primer ejemplo ni será el último. La decisión de tribunales siempre
será cuestionada.
La segunda vuelta tiene la
ventaja de que sólo participan los dos primeros lugares. No es necesario
financiar a los demás partidos y candidatos, cuya presencia es meramente
testimonial. En todo caso, estos últimos pueden recomendar a sus electores cuál
es el candidato de su preferencia.
Cuando se hace una
elección extraordinaria no queda claro si se repite la primera o si es un
proceso completamente nuevo en el que se permite hacer cambios esenciales en
participantes y condiciones. En el caso de Colima las leyes permitieron cambiar
la coalición. El PT, probablemente comprometido por haber salvado su registro,
se alió con el PRI y contribuyó con ello al triunfo de Peralta.
¿Qué protege más a la
democracia, una segunda vuelta o la “reposición” de un proceso donde es
imposible replicar idénticas condiciones y nuevas alianzas alteran resultados?
La duda es válida, la respuesta no es obvia.
María Marván Laborde
Investigadora del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM