Un fantasma perverso
recorre la causa de los derechos humanos: el fantasma de la deriva punitivista,
el cual aconseja que todo señalamiento de un servidor público como responsable
de violación a esos derechos, independientemente del sustento probatorio, debe culminar en una severa sentencia condenatoria.
Por supuesto, todo
atropello de la autoridad contra cualquier persona amerita el castigo
proporcional a la gravedad del ilícito. La impunidad atenta contra la vigencia
efectiva del Estado de derecho. Pero si la acusación y la condena se hacen sin
las pruebas que demuestren la culpabilidad del acusado, se estará procediendo
como lo hacía la Santa Inquisición.
Sin embargo, ha ocurrido
que se formulen acusaciones y/o se dicten condenas carentes de pruebas contra
los acusados ante la celebración o el silencio de las ONG, partidos políticos
(salvo que el acusado sea un correligionario) y columnistas. Quien se atreviera
a alzar la voz ante el tribunal inquisitorial defendiendo a una bruja o a un
hereje se exponía a que se le acusara de cómplice. Ahora, quien cuestione una
acusación por violación de derechos humanos quizá tema que se le tilde de
simpatizante del perpetrador. Qué ironía: los derechos humanos surgen en el
Siglo de las Luces, entre otras cosas, en oposición a los juicios
inquisitoriales, y ahora existe una tendencia que propugna juicios
inquisitoriales contra todo acusado de violar derechos humanos.
Recordarán los lectores
menos jóvenes el episodio sangriento del asalto y la recuperación del Palacio
de Justicia en Bogotá. El 6 de noviembre de 1985 fue ocupado a sangre y fuego
por el grupo guerrillero M-19, que tomó como rehenes a 350 personas entre
magistrados, consejeros, empleados y visitantes. Demandaba que el Presidente de
la República acudiera al palacio para ser sometido a juicio público. (Pablo
Escobar reveló, mucho después, que había pagado siete millones de dólares al
M-19 por el ataque a fin de presionar a los magistrados para que no concedieran
las solicitudes de extradición de narcos a Estados Unidos). El Ejército
intervino. El saldo del enfrentamiento fue de más de 100 muertos, entre ellos
11 magistrados de la Corte Suprema y siete desaparecidos.
Ventidós años después se
detuvo al coronel Alfonso Plazas Vega. En segunda instancia se le impuso la
pena de 30 años de prisión por la desaparición del administrador de la
cafetería del palacio —a quien se consideró cómplice de los guerrilleros— y de
una guerrillera. Hace un mes, cuando el coronel llevaba ocho años y medio en
prisión, la Corte Suprema de su país lo absolvió. No había pruebas creíbles de
su culpabilidad.
Un testigo, el cabo Édgar
Villamizar, dijo en 2006 que en la mañana del 7 de noviembre de 1985, en la
Escuela de Caballería a donde fueron llevados algunos de los detenidos, escuchó
al coronel Plazas Vega decir: “Cuelguen a esos hijueputas”. Otro testigo, el
suboficial Tirso Sáenz, sostuvo que estando en esa escuela vio bajar de un
tanque a seis civiles, quienes serían torturados y desaparecidos. La Corte
Suprema ha demostrado que dichos testigos no vieron ni oyeron lo que
atestiguaron, pues no estuvieron en la Escuela de Caballería y que no fue el
coronel Plazas Vega quien estuvo al mando del operativo militar, además de
advertir que no se entiende por qué Villamizar demoró 21 años en rendir su
testimonio. La fiscal del caso fue Ángela Buitrago, hoy miembro del Grupo
Interdisciplinario de Expertos Independientes, que revisa el caso de los 43
normalistas de Ayotzinapa desaparecidos.
En México presenciamos
atónitos, durante varios años, la actuación de la Fiscalía para Movimientos
Sociales y Políticos del Pasado, cuyo titular Ignacio Carrillo Prieto, en vez
de indagar los hechos que le correspondía esclarecer, acusó sin pruebas a
chivos expiatorios, aunque ninguna de sus acusaciones prosperó, porque jueces
objetivos e independientes las echaron abajo. Finalmente, el exfiscal fue
condenado a 10 años de inhabilitación para ocupar cargos públicos y al pago de
11 millones de pesos por no comprobar el destino de más de nueve millones,
parte de los cuales entregó a personas ajenas a la institución.
Luis de la Barreda
Solórzano
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM.