El lenguaje es un
instrumento de comunicación, un canal abierto que de manera inmediata exhibe la intención de quien querer manifestarse, de quien pretende decir y decirse (Paul
Nicol).
Desde esta perspectiva deliberadamente reduccionista, abordo una de las variables de la categoría del lenguaje, esto es, escudriño la ecuación: “lenguaje bioético vis á vis lenguaje simbólico”.
Desde esta perspectiva deliberadamente reduccionista, abordo una de las variables de la categoría del lenguaje, esto es, escudriño la ecuación: “lenguaje bioético vis á vis lenguaje simbólico”.
Cuando se discurre sobre
la bioética se tiene la impresión de que quien lo hace da por única la manera y
términos en que se entiende esta categoría, asimismo, quien refiere a tal idea
da por válido el concepto (criterio) que de ello tiene y además supone que este
criterio es aceptado o compartido en sus alcances y en sus términos por los
demás.
Sin lugar a duda, la
categoría de bioética tiene elementos que son una constante desde el ya lejano
planteamiento de V.R. Potter en su obra La bioética un puente hacia el futuro
(Bioethics: Bridge to the Future, 1971) cuando preveía la conformación del bum
biotecnológico vis á vis los aspectos humanistas y jurídicos. Bum donde la
realidad difiere y en su caso rebasa, y con mucho, las normas que regulan
fenómenos biológicos como el genoma humano y todas sus derivaciones.
Desde mi perspectiva, esa
situación aún permanecen con el misma intención y la misma intensidad a pesar
de que sus perspectivas y contenidos, tanto científico como humanistas, han
tenido variaciones (en algunos casos radicales), lo que obliga a su revisión
desde la posmodernidad.
Es sabido que, en su
momento, la primera gran clasificación llevó a formular dos magnas líneas de
pensamiento: la bioética general y la bioética específica, clasificación que
para muchos hoy es obsoleta, pero que sin embargo aún asoma sus lejanas
parafernalias sólo parcialmente resueltas.
Es claro que el enfoque de
las formulaciones básicas y de sus variables ideológicas ha venido cambiando en
una constante interminable y por consiguiente inacabada de lo que es o debiera
se la bioética. Dice Octavio Paz: “no sabemos dónde empieza el mal, si en las
palabras o en las cosas, pero cuando las palabras se corrompen y los
significados se vuelven inciertos, el sentido de nuestros actos y de nuestras
obras también es inseguro, las cosas se apoyan en su nombre y viceversa”
(Corriente Alterna, 1990). En este sentido, esa irresolución obliga a revisar
el pensum bioético desde su formulación y argumentación.
Cabe aquí hacer un
paréntesis para dilucidar algunos presupuestos:
El lenguaje hablado no
sólo tiene la virtud de ser la comunicación por antonomasia de la sociedad
humana, sino que va más allá:
El lenguaje mediante la
palabra es el que hace posible transmitir creencias, valores, percepciones,
etcétera, y de esa manera imprimirle un significado y un significante a la
conducta no solamente pública sino íntima del individuo.
El lenguaje es el lugar
donde se concreta y conjuga el pensamiento, es el lugar común donde se
acrisolan las ideas mediante las cuales el zoon politikon se hace presente como
homo históricus, como homo socialis.
Es precisamente en ese
contexto donde el concepto de bioética inscribe toda la carga de su formalidad
y su axiología, sin embargo, al mismo tiempo que el concepto tiene una lectura
particular, también tiene una lectura externa.
Si ello es así, hay un
desencuentro entre los sujetos ya sociales ya individuales, por lo que existen
tantas lecturas de bioética como enfoques se den provocando con ello el
desgaste del concepto.
Cada sociedad, cada
agrupación tiene su propio universo de principios y valores, y desde allí son
asumidas y sostenidas por el habla comunitaria; habla que desde luego obedece a
una determinada ideología.
Por ideología refiero aquí
a la o las ideas que una sociedad tiene de algo por oposición o exclusión de lo
otro, de lo que consideran diverso, ajeno o no válido, por tanto, diferente y
hasta antagónico.
En este orden de ideas,
todos pertenecemos a nuestras respectivas repúblicas del lenguaje. Tenemos un
lenguaje que definimos desde las diferencias culturales, mismas que se enmarcan
en provincialismos sectarismos, individualismos, etcétera. Ello necesariamente
afecta el ejercicio del consenso e impide la unidad de pensamiento.
El lenguaje es nuestra
morada, en ella habitamos, pero también el lenguaje es el eco donde nos
repetimos. Eco que por definición es logocéntrico, siempre inteligible, pero
nunca completo ni definitivo en su naturaleza cultural y en su uso.
Dice Patricia Barrera en
su tesis recepcional (Diseño de un marco conceptual hacia el cambio de nombre a
la Licenciatura de Trabajo Social 1987, UNAM) que “la palabra no sólo tiene la
virtud de participar en la formación de la sociedad humana, significando y
racionalizando las relaciones interpersonales, sino también es trasmisora de
valores, intenciones, creencias, en suma, de conocimientos y sentimientos que
definen a lo humano como tal”, pero también al sujeto individualmente
considerado.
De ahí que referirse a la
bioética en contextos culturales ajenos o desde intereses diversos es pretender
la reducción de un concepto cuyas consecuencias son inciertas. En la idea
bioética, cada quien estrecha el discurso que quiere oír y definir a su manera,
siempre desde su universo de intereses, valores, creencias y conocimientos.
Ello es normal y hasta correcto, el problema está cuando ese universo se
pretende de alguna manera imponer como lo único válido y cierto.
Desde un diverso enfoque,
esas diferencias encuentran puntos de contacto en la esfera de lo simbólico,
esfera que por su naturaleza está más allá de la totalidad del pensamiento
formal, el cual casi siempre busca la homogeneidad, que es de suyo imposible.
Cuando se habla
formalmente de bioética, cada habla (John Austin, Sense and Sensibilia, Sentido
y Percepción, 1959) pretende convertirse en un hecho de lo cotidiano, y cuando
esa forma de habla obtiene el “poder de decir” se hace patente como una
hegemonía discursiva, convirtiéndose en un doxa social con una pretendida
posición apolítica la cual es esgrimida por todos los actores con ella
comprometidos; desde los agentes del Estado hasta los medios de comunicación,
pasando por los estudiosos y el sujeto de la calle, sin embargo, explícita o
implícitamente, lleva una ideología, aunque en ocasiones se intente disimular.
En su momento, esas
posiciones de poder colisionan tratando de imponer mediante el lenguaje sus
preferencias, sus intereses, es decir, pretenden hacer valer su ideología, la
cual no les permite advertir que no hay un “criterio único que sea común a
todos”, sino muchas maneras de pensar la bioética que leen la realidad desde
diversos posicionamientos, dándose así un complejo e interminable conflicto
que, una vez creado, adquiere autonomía y con ello la pretensión de imponer su
hegemonía desde una y otras posiciones, negando y, por ende, anulando toda idea
que las contradiga, las confronte y, en consecuencia, aspirando a la
unidireccionalidad del pensamiento.Esa ideología se alimenta
de sí misma en una constante espiral, haciendo imposible la recuperación del
otro, esto es, del ocasional o perenne adversario, lo que justifica los
posicionamientos irreconciliables y hasta excluyentes en una dialéctica sui
géneris: el contrario es necesario, pues su posición sirve para sostener las
causas propias.
Mientras el contrario siga
firme en su posicionamiento, la ideología propia se mantiene vigente, y en
consecuencia los argumentos de las causas y consecuencias propias seguirán
siendo “válidos”. La capitulación del contrario se convertiría en el fracaso de
la propia ideología (“lo que resiste apoya”, decía Plinio el Viejo).
La estrategia de unos y
otros es que el contrario no claudique, por tanto, la confrontación se mantiene
en sus términos desde un leguaje de poder; un lenguaje que, en la medida en que
se repita de manera sistemática refuerza una posición de prevalencia y, por
tanto, de imposición a los demás, marginando la necesidad de comunicación y
contradiciendo la ética básica del consenso.
Por lo contrario, lo
simbólico es atópico (Charles Peirce) en su manifestación, pues desborda al
propio lenguaje; en otras palabras, no encasilla a lo dicho, sino por lo
contrario, se abre a nuevas lecturas sin más pretensión que comunicar, que no
de convencer, mucho menos de vencer. En lo simbólico no hay enfrentamiento no
hay exclusión.
Entre la confrontación de
los lenguajes respecto del significado y el significante de lo bioético, lo
simbólico es siempre una posibilidad de convalidación, de empatía, pues inhibe
la pretensión de las ortodoxias de cualquier signo, haciendo anodina la
exaltación de que sus respectivas definiciones de bioética son una verdad
indubitable, incontrovertible, apodíctica y eterna, en consecuencia, lo
simbólico hace posible desentrañar la intencionalidad del sujeto en el
lenguaje.
¿Puede acaso la
herramienta del lenguaje simbólico encontrar una posible salida a la
confrontación de los sociolectos de la bioética? Considero que sí, y sólo si lo
simbólico se convierte en un instrumento cognitivo para deconstruir (Derrida)
los elementos lógico-ideológicos que conforman una idea (aún no el concepto) de
la bioética.
Lo simbólico per se
trasciende los metalenguajes, esos que cuando se les interroga dicen más o van
más allá de su expresión inicial; lenguajes que son casi siempre sospechosos;
pues entre más se les concede, más reclaman para sí, arrastrando el estado
inicial de las cosas hacia sus propias hegemonías.
Lo simbólico cuestiona
hasta el fin (hasta el fin último, dirían los clásicos) la contradicción de su
propia categoría discursiva, por lo que siempre está abierto a las más diversas
y disímiles lecturas.
Lo simbólico afecta aun
sin proponérselo las estructuras canónicas de la ideología, así, la exuberancia
del discurso, los neologismos, la transliteración, las transmutaciones,
solamente representan lo que son: una parte del pensamiento común.
Lo simbólico, así, se
convierte en unidad de lectura, aunque debe quedar claro: que no de “única
lectura posible”. Esa unidad debe entenderse sólo para sus propios fines, los
cuales son dilucidar lo que unos y otros quieren decir cuando refieren al
aparentemente mismo concepto.
Como se dice al inicio de
esta discusión, no se puede tener un discurso separado de la ideología, por
tanto, es absurdo formular un concepto de bioética aséptico. El discurso de la
bioética tiene la necesidad de estar tutelado por la ideología de quienes lo
profieren.
Quien sostiene el discurso
debe asumir la responsabilidad de la carga ideología, sin pretender
sacralizarla o disimularla, pues quien tal cosa hace atenta no sólo contra la
ética del otro sino subvierte su propia ética, en detrimento de una fructífera
confrontación de ideas que permitan construir una poderosa ingeniería común en
la materia.
El construir una versión
sin consenso de bioética, que no esté justificada histórica y socialmente,
traerá como resultado un intento fallido de conceptualización y una inútil
pretensión de que sea aceptada al menos en lo general por los demás. Es claro
que aún no es posible elaborar un concepto erga omnes de bioética.
Si esto es así, ello hace
nugatorio cualquier esfuerzo por imponer un concepto de bioética, no sólo entre
culturas diversas sino entre los grupos e individuos pertenecientes a un mismo
grupo social.
La exclusión y la
discriminación son, entre muchas otras situaciones, las manifestaciones más
acabadas que se han dado en esta ya dilatada discusión sobre la bioética en el
seno de las sociedades, al grado de tener estereotipos muy bien definidos
respecto de “quién es quién en la bioética”, por ejemplo, los ultras de uno y
otro bando en el espectro ideológico.
Cierto es que el consenso
total, el acuerdo total, es inviable, sin embargo, sí es posible llegar a
generalidades en los enfoques éticos y su estética entre las diversas culturas,
creencias y criterios de lo que se puede, no lo que debe (aún no estamos para
esos niveles) entender por bioética.
En lo simbólico es posible
construir los elementos básicos y primarios que conforman la idea de bioética
(qué son, cuáles son, cómo son). Ideas en las que todos los interesados estén o
se sientan representados.
Así como hay diversas
corrientes religiosas dentro de los propios judíos, los propios musulmanes,
entre los budistas, entre los cristianos, así también las hay en cuanto a lo
que debe entenderse por bioética entre las civilizaciones, entre las culturas,
entre los grupos y entre los individuos.
De igual manera se dan las
constantes axiológicas en las contradicciones del discurso de la bioética, las
cuales sólo mediante la estrategia del pensamiento simbólico es posible
revertir. La estrategia de lo simbólico es una posibilidad que evita la mutua
exclusión y, en su caso, la represión.
El individuo usuario del
lenguaje debe ser sujeto y no objeto del mismo, por lo que debe tenerse siempre
presente que el discurso ideológico de una expresión es cuestionable y por
consiguiente revisable.
En este contexto, el
lenguaje simbólico no constituye una modalidad sino una herramienta intelectual
para la lectura crítica del concepto de bioética, por lo que esta lectura no
califica (bueno, malo, cierto, falso, etcétera), su papel es simple y directo:
ser un punto de inflexión que facilite la interconexión entre las diversas
maneras de pensar la bioética en la globalización y de frente a la
posmodernidad (Marshall Mac Luhan).
Es importante señalar que
todo lenguaje, por su naturaleza, está comprometido, pero no todo lenguaje es
encrático, entendiendo esto último por aquella ideología que medra a expensas
del poder del discurso, ya sea del estado, la academia, los ideólogos, la
religión, etcétera.
El lenguaje encrático, per
se excluye deliberada y a veces inconscientemente la posibilidad de construir
punto de convergencia entre las diversas maneras de pensar la bioética. Así,
desde ese posicionamiento es como los interesados en imponer su concepto de
bioética pretenden resolver el diferendo, dándose como resultado una conducta
que podría ser definida como políticamente incorrecta.
Un estereotipo es la
expresión que se apoya en sí misma, es la expresión que escapa a toda duda
razonable, a toda posibilidad de revisión, es una imagen estructurada y
aceptada por la mayoría de los que comparten una ideología, es una formulación
estática que se define a sí misma como adecuada, necesaria, única, desde
siempre, para siempre, para cada momento y para cada circunstancia.
Si esto es así, el
estereotipo de bioética es una expresión inhibitoria, que pretende tener una
consistencia única que disimula bajo una pretendida unidad su poder de
exclusión, erigiéndose en una verdad monolítica que no admite réplica.
En ese orden de ideas, el
concepto de bioética de corte judeo-cristiano occidental entra en confrontación
con las de otras civilizaciones, permaneciendo en constante conflicto con “los
otros principios y valores”, aparentemente antagónicos y, por tanto, expuestos
unos y otros a la disyuntiva de eliminar o ser eliminados.
La institucionalización de
la violencia, es uno de los instrumentos mejor organizados desde el poder, cuya
doctrina ha adquirido una enorme sofisticación y pragmatismo para vigilar y
castigar, dice Michel Foucault (1975), de ahí que se enmascare con la ideología
de la legitimidad y del un consenso prefabricado, así como con una elaborada
apariencia de neutralidad.
Así, el concepto de
bioética no necesariamente es aquel que contiene desde sí todos sus alcances y
todas sus posibilidades; su expresión mejor acabada no está en su definición
sino en su discurso, mejor dicho, en los discursos que produce con diversos
contenidos, y también desde esta perspectiva, en los discursos paralelos que lo
configuran y lo representan.
Frente a esa situación, la
lectura simbólica desconfía del estereotipo cualesquiera que éste sea, pues lee
desde el escepticismo y desde el principio de la incertidumbre, es decir, desde
la premisa de que nada es cierto sólo porque sí.
Para la lectura simbólica,
la expresión “bioética” adquiere su razonamiento y raciocinio cuando al ser
confrontada con los otros discursos, en virtud de una asociación de ideas, se
traduce en formulaciones específica y unívoca; dicho de otra manera, perfila
una representación común de ideas aceptadas como una proposición primigenia,
sin que ello implique adhesiones totalizantes y acríticas.
Así, dicha representación
es, a su vez, el espacio de justificación de una realidad concreta y
especifica: un espacio de verosimilitud, de posibilidad real, donde se
manifiesta la bioética como una idea que se dice a sí misma mediante un acto de
habla (Austin) como principio pragmático de pertinencia.
De ahí que el problema se
agudice cuando de la representación, ya de manera voluntaria ya de forma
involuntaria, se pasa a la ficción, y a partir de ella se inventa una
entelequia que pudiera describirse como ficción bioética. Así, desde esa
inventiva, no es la idea de bioética la que se expresa, sino la subjetividad de
quien o quienes buscan decirse a sí mismos desde ella, por consiguiente, no es
la bioética del consenso la que discurre desde sí y para sí, sino lo que los
intérpretes desde sus intereses pretenden que ella sea.
La ficción, como toda
interpretación arbitraria, no es más que un acto de poder, pero no de poder
como resultado de un proceso histórico y social, sino un acto a ultranza; mejor
dicho, es un acto movido por la pasión, por la pasión de la ilusión.
A esa ficción es a la que
se puede anteponer el lenguaje simbólico:
La definición de lo
bioético es el pretexto para que se esgriman toda clase de argumentos; por
doquier hay autoridades, aparatos ideológicos (oficiales y no), líderes,
escuelas, corrientes de pensamiento, doctrinas, unos gigantescos, otros
mínimos, pero todos reclaman para sí la verdad de la bioética; grupos de
presión y de opresión, todo ellos autonombrándose como “voces autorizadas”,
todos ellos esgrimiendo su legitimidad, siempre dispuestos a polemizar y
vencer.
El discurso de todo ese
poder se esgrime desde las más burdas maneras hasta los más sofisticados
mecanismos a partir de los cuales se pretenden imponer sus respectivos
discursos para desde ellos declararse detentadores perpetuos de la verdad.
Los que no coinciden, más
aun, los que no se pliegan a sus designios, se les acusa de tránsfugas del
catecismo bioético, en el menor de los casos, sino es que de prevaricadores y
enemigos de la causa. Así, unos y otros se reprueban mutuamente.
El lenguaje es la
legislación; la lengua es uno de sus códigos, dice Roland Barthes. Si ello es
así, el lenguaje significa necesariamente una relación de mera alineación que
rige la conducta desde su propio poder, luego, es dable anteponer a la
expresión estereotipada de la bioética la riqueza del lenguaje simbólico.
La eticidad, para decirlo
en los términos de Hegel, requiere una lectura universal, pero no desde la
“universalidad de lo occidental” o de lo eurocéntrico, sino una lectura donde
concurran todas las voces, todas las civilizaciones, todas las culturas, toda
la gente posible (de las culturas ancestrales hay mucho que aprender y
rescatar), en donde la ontología de lo simbólico sea efectivamente ecuménica y
humanista.
Es necesario la
concurrencia de los más, pero que la participación vaya no de adentro hacia
afuera, sino de afuera hacia adentro, ni de arriba hacia abajo; una
concurrencia, donde la conciencia y la razón, implacables y testarudas, se
oponga a los fetiches del poder y muestren la inmensa riqueza de la bioética,
siempre más allá de los lugares comunes, buscando la gregariedad que los
cambios en la “aldea global” (Mc Luhan) le dan a las culturas. Para ello se
requieren operadores éticos que construyan, sin estereotipos, los nuevos signos
de lo bioético que demanda la posmodernidad.
Raymundo Pérez Gándara
Sociólogo, jurista y semiólogo