Durante los últimos años,
algunos datos socioeconómicos se presentan como muestra de los avances
generales de la humanidad. Algunos de ellos, considerados en bruto, son realmente espectaculares. La expectativa de vida en el último siglo se ha
incrementado en 40 años. Mientras una persona vivía en promedio 35 al terminar
la Gran Guerra, actualmente ronda los 75.
También se habla de que, con todo y
sus problemas, la predominancia de enfermedades crónico-degenerativas respecto de las infecciosas es un avance generalizado de la salud de manera
prácticamente universal.
Frente a datos tan
contundentes, parecería que se han logrado plenamente los beneficios del Estado
de bienestar. También, y que a pesar de críticos y opositores de ambos signos,
los derechos humanos son una realidad constante y cotidiana. De un modo u otro,
pues, los cambios demográficos, los asuntos de las expectativas de vida y la
aparición de nuevas enfermedades, parecen sostener como adecuada y viable la
existencia de un modelo que, sin embargo, para algunos es de plano ineficiente
y, para otros, excesivo.
¿Qué acontecería, sin
embargo, si a tal descripción general de mejora se introdujeran pequeñas
variables? ¿Si, por ejemplo, se considerara que la supuesta generalidad de lo
mejorado es más selectiva y acotada de lo que suele describirse y que, por lo
mismo, no alcanza a cubrir a ciertos segmentos poblacionales? Desde luego no
estoy considerando a las triste y crecientemente descontadas poblaciones
periféricas y sus tasas de enfermedad o muerte. Ellas ya fueron excluidas del
modelo para recomendarles, eso sí y con creciente dificultad, ajustarse al
modelo occidental para gozar un día de derechos y beneficios, entre ellos los
de salud.
Como ejercicio alternativo
para cuestionar la universalidad que se supone alcanzada entre iguales, cabe
considerar si hay diferenciaciones dentro de las sociedades avanzadas. Algo así
como señalar que, si bien los indicios de mejora son ciertamente crecientes, su
distribución es parcial. Que, por ejemplo, las personas pobres de una sociedad
considerada desarrollada como unidad tienen una expectativa de vida varios años
inferior a la de la población rica. Con más precisión, que los pobres de uno de
esos países vivirán alrededor de 10 años menos que sus connacionales, y lo
mismo que los habitantes, también pobres, del mundo subdesarrollado.
Lo interesante y dramático
de este señalamiento es que ha quedado demostrado recientemente.
Estudios
publicados en The Lancet o por Brookings Institution y otros prestigiados
centros de investigación, lo han puesto de relieve. No entro aquí a discutir lo
que varios medios —este desde luego— han informado y descrito con precisión.
Los datos serán ajustados y filtrados por expertos. Lo que parece urgente es
señalar lo que tal información implica en un mundo en el que los derechos
humanos, desde luego en los países con la mejor tradición en la materia, se han
convertido en una ideología de tal magnitud, que resignifican el pasado,
ordenan el presente y construyen el futuro. No se trata de sostener que tales
derechos son perversos. Ellos son, pienso, uno de los grandes logros
civilizatorios de nuestra era. Lo que, desde luego, sí es preciso destacar es
el sutil juego de dominación que a nombre de ellos se perpetúa. El presente se
explica como una dura lucha por la conquista de derechos que, por lo arduo,
sólo se hará posible en el futuro. Hay que seguirse sacrificando para lograr un
mejor tiempo y lugar, en el que a fuerza de cumplimiento de los derechos
prometidos, se logre ser libre, próspero, digno.
La universalidad tardará en
llegar, pero no hay que desesperar. Total, ¿qué son 10 años de vida menos entre
iguales?
José Ramón Cossío Díaz
Ministro de la Suprema Corte de Justicia