La situación de los
derechos humanos de los colectivos de la diversidad sexual o población LGBTTTI
(Lesbianas, Gays, Bisexuales, Transexuales, Travestis, Transgéneros e Intersexuales) es compleja. En el caso de la adopción igualitaria, apenas
dieciséis países y tres jurisdicciones o estados reconocen este derecho en el
mundo.
La discusión sobre la
adopción igualitaria parte del problema de la conformación plural de las sociedades contemporáneas. Éstas se caracterizan por los profundos desacuerdos
respecto al alcance y contenido de nuestros derechos.
Pero el problema del reconocimiento del derecho a la adopción igualitaria también parte de la forma en que se ha entendido históricamente la función de la sexualidad.
A este respecto, la
diferencia sexual y la diferencia entre homosexualidad y heterosexualidad son
categorías identificadas a partir del siglo XIX. No es hasta el siglo XVII
cuando la representación médica de la anatomía produce la diferencia sexual
entre lo masculino y lo femenino. Del mismo modo que no es sino hasta finales
del siglo XIX cuando diversos estudios asociados a la ciencia médica fijaron
por primera vez la distinción lingüística y conceptual entre homosexualidad y
heterosexualidad.
La intención de esas
nociones era sugerir la existencia de dos categorías en las que los seres
humanos podrían identificarse sexualmente. Se adoptó como discurso la
existencia de una relación estricta entre sexualidad y reproducción, utilizando
tal cuestión como un instrumento biopolítico en
el que todas las prácticas sexuales que no tuvieran como fin la reproducción
fueron consideradas como “patológicas”. Lo
anterior generó que un cúmulo de razones basadas exclusivamente en rasgos
anatómicos y bioquímicos de las personas fueran utilizadas para fijar
identidades sexuales. Esta idea se conecta con la forma en que el pensamiento
social se basa sobre el esencialismo sexual, es decir, la idea en la cual el
sexo es una fuerza natural que existe con anterioridad a la vida social y que
da forma a instituciones. El esencialismo sexual está profundamente arraigado
en el saber popular de las sociedades occidentales que consideran al sexo como
algo “eternamente inmutable, asocial y transhistórico”.
En esta línea, figuras
jurídicas, como el matrimonio y la adopción, han permanecido como instituciones
predominantemente heterosexuales, fruto del establecimiento normativo del
binomio sexualidad-reproducción. Permanece
en las sociedades una visión basada en la heteronormatividad, es decir, una
manera en la cual muchas instituciones políticas, legales y sociales refuerzan
ciertas creencias. Éstas incluyen la creencia de que los seres humanos caen en
dos categorías binarias, distintas y complementarias: hombre y mujer. También
que las relaciones sexuales y maritales son normales sólo cuando son entre dos
personas con sexos diferentes y que cada género tiene ciertos roles en la vida,
así como la consideración de la heterosexualidad como única orientación sexual.
Las instituciones
heteronormativas bloquean el acceso a la educación, participación legal,
política y laboral de las personas con orientaciones sexuales e identidades de
género distintas a las del discurso dominante. Por estas razones los derechos
humanos deben operar como límites y vínculos al derecho mismo y a las
instituciones legales que erosionan el acceso a la igualdad sustancial y
discriminan a los colectivos homosexuales y de la diversidad sexual.
La discriminación hacia
estos grupos es un problema de carácter estructural caracterizado por profundos
acuerdos culturales, históricos, políticos y sociales determinados. Sin
embargo, es indudable que el derecho a no ser discriminado se desprende
directamente de la naturaleza humana y es inseparable de la dignidad de la
persona. Este principio es uno de los elementos constitutivos de cualquier
sociedad democrática. El derecho a no ser discriminado consagra la igualdad
entre las personas e impone a los Estados ciertas prohibiciones. Las
distinciones basadas en el género, la raza, la religión, la orientación sexual,
etcétera, se encuentran específicamente prohibidas en lo referente al goce y
ejercicio de los derechos sustantivos consagrados en los instrumentos
internacionales.
En conexión al derecho a
no ser discriminado por motivos de orientación sexual, el derecho de adopción
igualitaria se deriva del principio de igualdad. Este derecho tiene una íntima
conexión con dos principios fundamentales, a saber: 1) el concepto de autonomía
individual, y 2) el derecho a la protección de la familia (o a formar una
familia).
En relación con el primer
elemento, el derecho de adopción forma parte de la más estricta elección
personal. Esta libertad es inherente al concepto de autonomía individual, es
la parte más irreductible de una persona. En este sentido, las parejas del
mismo sexo no pueden ser privadas de ese derecho. Dicha autonomía se encuentra
íntimamente relacionada con el derecho que tiene cada persona de contar con un
proyecto de vida, como una vertiente subjetiva de la libertad que permite el
desarrollo integral de la persona. Ésta constituye la esfera ontológica del ser
humano en la cual el Estado no puede intervenir, pues de lo contrario
configuraría una intromisión indebida a la vida privada.
Respecto al segundo
principio, el derecho de adopción también se basa en el derecho a la protección
de la familia. Las parejas homosexuales también conforman otros tipos de
familia y, como tal, merecen la debida protección por parte del Estado, por lo
que deben ser susceptibles del reconocimiento pleno de sus derechos. Asimismo,
el derecho a fundar una familia se interrelaciona con el interés superior de la
niñez, en tanto la adopción también posee un contenido axiológico que protege
el derecho de los niños a tener vínculos parentales consolidados para su
bienestar y desarrollo.
En suma, la orientación
sexual no es un rasgo relevante para impedir el reconocimiento del derecho a
adoptar para las parejas homosexuales. El entendernos como iguales debe
significar un avance civilizatorio para las sociedades. En la medida en que
esto sea posible, seremos capaces de articular una ética de mínimos que sirva
como base del bien común.
Alejandro Díaz Pérez
Licenciado en Derecho y Ciencias Sociales por la Universidad Michoacana
de San Nicolás de Hidalgo
de San Nicolás de Hidalgo