Imagine usted que una
mañana soleada un grupo de ciudadanos quiere tomar por la fuerza un edificio
público. Los ciudadanos marchan por las principales arterias de la ciudad,
llegan al recinto y se encuentran con un grupo de policías que tiene
instrucciones de impedir el acceso, en aras de mantener el orden público. Uno
de los manifestantes, acalorado, cansado, tenso, ve su manifestación frustrada:
la valla policiaca es simplemente imposible de franquear. Ante esto, el
participante opta por insultar a los policías: “corruptos”, “cerdos” y un largo
etcétera.
El descontento aumenta mientras corre el tiempo, y ahora decide dirigir sus ataques hacia un policía en particular. El policía, al principio,
no se inmuta. No mueve ni un músculo de su rostro.
El manifestante continúa insultándolo y acerca su rostro al suyo cada vez más. El policía empieza a gesticular y retrocede un poco, pero no cede.Sigue firme en su posición. Al ver que sus acciones no irritan al policía, el ciudadano aumenta el tono y el volumen de sus insultos.
Ante esto, otro policía que presenciaba la escena
desde el principio, se exaspera y detiene al manifestante. Él, al momento de
ser detenido, le pide al policía razón por la cual lo están metiendo en una
patrulla. El policía le responde que ha cometido el delito de ultraje a la
autoridad, según se encuentra detallado en el Código Penal correspondiente. El
manifestante, agobiado, asustado, pregunta: “¿qué es ultraje?” Acto seguido, se
encuentra detrás de unos barrotes. ¿Es correcta la actuación del manifestante?
No, no lo es. Al policía se le debe respeto. ¿Es constitucional la norma del
Código Penal que faculta al policía para detener al ciudadano? Tampoco. En una
nuez, esto fue lo que discutió y resolvió nuestra Suprema Corte el pasado
lunes.
El artículo 287 del Código
Penal del Distrito Federal dice lo siguiente: “al que ultraje a una autoridad
en el ejercicio de sus funciones o con motivo de ellas, se le impondrán de seis
meses a dos años de prisión y multa de veinte a cien días”. Con fundamento en
esta disposición, Norma Rangel Salazar y Gabriela Hernández Arreola –detenidas
durante una manifestación y un operativo de la policía— habían sido
sentenciadas a diez meses y un año cuatro meses de prisión, respectivamente.
Después de la secuela procesal, dos amparos directos en revisión llegaron al
Pleno de la Corte (bajo los expedientes 2255/2015 y el 4436/2015), que se
limitó a examinar si el artículo referido era o no constitucional.
Hubo tres posiciones al
respecto. La primera, liderada por el ministro Cossío y plasmada en el
proyecto, defendía la inconstitucionalidad del artículo por ser violatorio del
derecho a la libertad de expresión. Según Cossío, el tipo penal era tan vago y
amplio que dentro de su hipótesis podrían caer conductas que se encontraban
amparadas por el derecho de la libertad de expresión; como por ejemplo, el
discurso político. La retórica política, a veces incendiaria, a veces chocante
o repugnante, debe ser protegida a toda costa en una democracia constitucional.
Entra en lo que la jurisprudencia ha denominado comodiscurso protegido; es
decir, aquél que debe mantenerse vivo a toda costa, incólume a la intervención
estatal. Por esto, concluía Cossío, secundado por el ministro Gutiérrez
Ortiz Mena, la norma, si bien tenía un fin constitucionalmente lícito
–“proteger de ataques graves que dañen o pongan en peligro bienes jurídicos
fundamentales, que de suyo justifiquen la intervención penal del Estado”—, no
era necesaria ni idónea, ya que el tipo penal, tal cual está redactado, puede
lesionar el derecho fundamental a la libertad de expresión de forma grave. Y el
otro valor protegido, el orden público, podía salvaguardarse a través de
medidas menos gravosas, como una sanción administrativa.
La segunda posición
también consideró inconstitucional la norma, pero por razones diversas. En
concreto, porque la consideraban violatoria del principio de taxatividad. En
efecto, el derecho penal, al ser la expresión del brazo más temible del Estado,
su dimensión punitiva, obedece a parámetros distintos de configuración y
aplicación. La ley tiene que ser exactamente aplicable al caso. Es decir, los hechos
que se presentan en el mundo –el que alguien prive de la vida a otro, o se
apodere de un bien ajeno— tienen que poder ser subsumidos en los conceptos de
la norma.
Hay una relación de ajuste de la norma hacia el mundo. Y porque es
imposible describir con palabras todos los hechos del mundo –si así fuera
necesitaríamos una novela rusa para configurar un solo delito— es que se hace
especial hincapié en que las normas penales deben evitar los problemas de
ambigüedad y vaguedad semántica. Se busca, pues, que los conceptos que se
utilicen tengan un significado fácilmente descifrable por el común denominador
de las personas. De aquí emana la importancia del principio de taxatividad: de
la necesidad de que el ciudadano sepa qué reacción esperar del Estado cuando
actúa de tal o cual manera. Así, el debate aquí se puede simplificar con la
pregunta que hace nuestro manifestante hipotético, al que dimos vida en la
introducción de este ensayo, “¿qué es ultraje?”. En torno a esta pregunta giró
el debate de este grupo de ministros, quienes coincidieron que el verbo
ultrajar es, de suyo, polisémico. Es decir, tiene varios significados que se
mueven en un espectro semántico bastante amplio: desde la agresión verbal hasta
la física, y con varias modalidades. Al no poder desentrañar un significado
claro y preciso, concluyeron los ministros, la norma es inconstitucionalidad
por violar el principio de taxatividad.
El tercer grupo de
ministros –conformado por la ministra Luna Ramos y el ministro Pardo— defendía
la constitucionalidad de la norma. En su apreciación, el significado de ultraje
es claro, y además recalcaban que el significado podía ser precisado por el
juez al momento de su aplicación. Aquí también se consideró que el valor
protegido por la norma es de suma importancia. El principio de salvaguarda del
orden público justifica que exista una norma de naturaleza penal que lo
garantice, ya que su función es la de posibilitar a que la seguridad pública
“se realice de manera eficiente y adecuada”.
Ahora bien, ¿qué se puede
concluir de las tres posiciones? Que las dos primeras caen en el juego de qué
fue primero, si el huevo o la gallina. La posición de Cossío, a mi parecer,
veía el lado más profundo del abismo sin fijarse en sus barrancos. Para
concluir que hay una violación a la libertad de expresión necesariamente se
debe partir de la violación al principio de taxatividad. Al ser la norma
ambigua, entonces podía hacer referencia a hechos, a circunstancias que no
deben ser normadas, como el discurso político. Lo que no se puede es hacerlo al
revés. Una norma que viola la libertad de expresión no necesariamente adolece
de ambigüedad. Ahí sí tiene razón el ministro Zaldívar: la violación a la
taxatividad conlleva la violación diferida o indirecta de otros derechos (expresión,
derecho de petición), pero la violación es, primero, a este principio. De ahí
su importancia para proteger el principio de legalidad, piedra angular del
Estado de derecho.
Otra cuestión importante
de este asunto es que deja algunas preguntas en el aire que se tocaron de forma
tangencial en el debate: ¿cómo debe ser la interacción entre los ciudadanos y
las autoridades?, ¿qué umbral de tolerancia es el exigible a las policías
frente a los insultos de los ciudadanos?, ¿debe reglamentarse o basta con los
demás delitos que sancionan las lesiones y sus equivalentes? La posición de
Luna Ramos y de Pardo, aunque no la comparto, invita a una reflexión
interesante: hasta dónde el garantizar el orden público nos permite ejercer
nuestros derechos, y en qué casos el ejercicio de los derechos puede trasgredir
el orden público. Otra vez: el huevo y la gallina. Con la diferencia de que,
aquí, el orden de los factores sí altera el producto. Si no me creen,
pregúntenle al manifestante, en el ejemplo hipotético, que planteé en este
ensayo lleno de hipótesis.
Martín Vivanco. Abogado
por la Escuela Libre de Derecho.