En los últimos años se han
venido alzando cada vez más voces a favor de la despenalización del consumo de
drogas. Los partidarios de la descriminalización consideran fracasada la
llamada “guerra contra las drogas” bajo la lógica de que los daños provocados
por esta cruzada superan con creces los riesgos que pretenden evitar.
Tras décadas de prohibicionismo, la oferta y demanda de drogas ilegalizadas, lejos de reducirse, ha aumentado exponencialmente. Mientras, la represión ha dejado un reguero de miles de muertos en los países productores y cárceles cada vez más congestionadas en los países consumidores.
Tras décadas de prohibicionismo, la oferta y demanda de drogas ilegalizadas, lejos de reducirse, ha aumentado exponencialmente. Mientras, la represión ha dejado un reguero de miles de muertos en los países productores y cárceles cada vez más congestionadas en los países consumidores.
Al mismo tiempo, el bien jurídico supuestamente protegido, la salud pública, se ha visto más dañado. Las leyes penales en materia de drogas propician que las sustancias se vean adulteradas, lo que las vuelve más nocivas y, en muchas ocasiones, cierran el paso a las políticas de reducción de riesgos. Para los Estados, esta estrategia punitiva se está convirtiendo, además, en una tarea insostenible, tanto en el plano financiero como en lo que a vulneración de derechos humanos se refiere. Por estos motivos, que recién se subrayaron en la última Asamblea General de Naciones Unidas celebrada en Nueva York, parece que es sólo cuestión de tiempo que el absurdo prohibicionista acabe cayendo por su propio peso.
Ahora bien: todas estas razones
alegadas por los partidarios de la legalización han sido justificaciones de
tipo costo-beneficio. Sin embargo, apenas se han esgrimido razones basadas en
principios o valores. La crítica se ha limitado a señalar los nefastos
resultados del status quo sin llegar a cuestionarse sus fundamentos.
Desde un primer momento, se obvió la posibilidad de la existencia de un derecho
al consumo recreativo de drogas. “La simple sugerencia de que los adultos
tienen el derecho moral de consumir drogas con propósitos recreativos está
destinada a ser recibida como una estupidez” argumenta Douglas Husak,
añadiendo que “…en una sociedad que alardea de su preocupación por los derechos
morales, los debates sobre las drogas tienden a perder de vista los
individuos”.
Los derechos individuales
y las libertades cívicas han sido prácticamente excluidos del debate,
asumiéndose todo el ideario moralista del prohibicionismo sin importar el hecho
de que sea éste el legado de viejos sistemas políticos autoritarios, cuando no
totalitarios. En este sentido, afirmaba Thomas Szasz que “La exigencia y la
confianza que expresamos en esta protección gubernamental de lo que en realidad
es la tentación de consumir drogas es, a mi juicio, sintomática del menosprecio
que sentimos por nosotros mismos, considerándonos niños incapaces de
autocontrol, y de nuestra glorificación colectiva del Estado como padre
benevolente cuyo deber es controlar a sus súbditos infantiles [...] Pero una
cosa es que nuestros supuestos protectores nos informen sobre lo que consideran
sustancias peligrosas y otra muy distinta que nos castiguen si no estamos de
acuerdo con ellos o si desafiamos sus deseos”.
Así, en escasas ocasiones
el derecho a determinar lo que ocurre en el cuerpo de uno mismo ha sido
invocado y, menos aún, desarrollado positivamente. Al contrario: se ha
asimilado dócilmente que el Estado debe intervenir prohibiendo la ingesta de
ciertas sustancias por considerarlas peligrosas para la salud de los
consumidores. Y eso que la concepción de la peligrosidad de las drogas no es
pacífica medicamente –al menos de un buen grupo de ellas.
Sin embargo, se nos haría
mucho más difícil entender que este tipo de prohibicionismo se extendiera a
otras actividades peligrosas, con gran índice de mortandad y con una relación
causa-efecto mucho más sólida en términos científicos, como el alpinismo o
consumir azúcar o fast-food en exceso. Esto nos puede dar una medida
de hasta qué punto la legislación sobre drogas ha estado más influenciada por
la moral que por el rigor científico. Máxime si tenemos en cuenta que drogas
más perniciosas que las ilegales, pero aceptadas socialmente, como el alcohol o
el tabaco, se han salvado de la persecución penal.
El intervencionismo
estatal en la esfera individual de los ciudadanos se revela especialmente
sangrante desde el momento en que quedó demostrado que la mayor parte de las
consecuencias negativas para los consumidores vienen dadas más por las propias
normas prohibitivas que por el consumo. En efecto, la inmensa mayoría de los
usuarios de drogas ilegales no presentan cuadros de consumo problemáticos ni
delinquen a consecuencia de tal uso. Sin embargo, la legislación represora del
consumo de drogas ha conseguido convertir en reales ciertas situaciones que el
legislador supuso como ciertas sin serlo. El prohibicionismo genera de esta
manera una suerte de profecía auto-cumplida.
De esta perversa manera se
acaba justificando que las leyes penales impidan reconocer a los ciudadanos un
espacio individual dentro del cual sean libres de actuar conforme a sus
preferencias. Sin embargo, y aunque en ningún momento, ni lugar se haya llegado
a reconocer el derecho a consumir drogas, la intromisión penal sí podría estar
vulnerando un derecho ya reconocido: el derecho al libre desarrollo de la
personalidad.
Este derecho supone el
reconocimiento que el Estado hace de la facultad natural de toda persona a ser
individualmente como quiere ser, sin coacción, controles injustificados ni
imposiciones morales. Y en consecuencia representa una garantía para las
minorías sociales. El derecho a consumir drogas, pues, sería perfectamente
subsumible en este otro derecho superior. Pues si a pesar de toda la cacería
prohibicionista, tantos ciudadanos continúan haciendo uso de las drogas
recreativas es porque algo debe aportarles éstas al desarrollo de su personalidad.
Este aporte puede ceñirse al mero placer del consumo de tales sustancias. Pero
también está demostrado que pueden promover la creatividad, fomentar la
inspiración artística o aumentar las capacidades físicas.
El derecho al libre
desarrollo de la personalidad ha sido consagrado como un derecho fundamental en
la Declaración Universal de Derechos Humanos y en infinidad de textos
constitucionales desde que lo hiciera la Ley Fundamental de Bonn. La propia
Constitución española establece en su artículo 10.1 que “La dignidad de la
persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de
la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son
fundamento del orden político y de la paz social”.
El Tribunal Constitucional
español estableció en su sentencia 53/1985 que el libre desarrollo de la
personalidad aparece indisolublemente unido al concepto de autodeterminación y
de responsabilidad personal. Por tanto, sin esta autonomía para decidir qué es
lo que se quiere para uno mismo no se puede ejercer libremente el desarrollo de
la propia personalidad. Nadie pone en duda que el adulto que, bien informado de
los riesgos, consume drogas de manera libre y responsable, está tomando esta
decisión con autonomía y, por tanto, ejercitando el libre desarrollo de su
personalidad.
La justificación de los
prohibicionistas para hacer extensiva y general la restricción es que no
siempre se elige usar las drogas de manera racional. Argumentan que las
personas adictas a las drogas son incapaces de hacer un balance entre los
riesgos y lo que la sustancia en cuestión pueda aportarles y, por ello, no son
capaces de tomar una decisión con autonomía.
Estas actitudes
paternalistas se basan en una idea ya superada de la adicción que la equiparaba
con la esclavitud. Si el concepto de adicción nunca ha sido pacífico, la
antigua identificación de adicción con nulidad de juicio ha sido desmontada
recientemente. En el ensayo Tras el grito, su autor, Johann Hari, pone de
manifiesto que los experimentos realizados a principios del siglo XX en los que
se basó todo el posterior concepto de adicción partían de graves errores de
base.
A día de hoy, ha quedado
patente que el uso irracional y compulsivo de drogas tiene mucho más que ver
con el entorno del adicto que con la propia sustancia. Cuanto más estropeado
está el ambiente vital del usuario de drogas más posibilidades tendrá de
volverse adicto a ellas. Por tanto, la capacidad de voluntad del individuo se
ve más mermada a consecuencia de las leyes prohibicionistas que pueden
convertirlo en un marginado social que por los efectos propios de las
sustancias.
Desde luego, diferente
situación es la de los menores de edad. En estos casos, como en el de las
embarazadas, la intervención estatal suspendiendo la autonomía de la voluntad
ha de producirse, al igual que sucede actualmente con el alcohol o el tabaco y
estos grupos de personas. Pero si aceptamos que los adultos no gestantes y en
plena posesión de sus capacidades ostentan este derecho a consumir drogas, los
que lo ejercitan no deberían ser perseguidos o multados. Esto nos llevaría a
replantearnos en primer lugar la actual legislación administrativa sobre
consumo de drogas; en concreto, los artículos de la Ley de Seguridad Ciudadana
española que sanciona, entre otras conductas, la tenencia de drogas ya que,
evidentemente, si no se puede disponer de ellas difícilmente podrán consumirse.
Precisamente el derecho al
libre desarrollo de la personalidad ha sido el argumento utilizado
recientemente por la Suprema Corte mexicana para legalizar de facto el
uso recreativo de la marihuana (amparo en revisión 237/14). La situación
legislativa mexicana era similar a la de España, pues aunque el consumo estaba
técnicamente despenalizado, administrativamente se sancionaba la posesión y
penalmente el tráfico.
Pues bien, el histórico
fallo declara la inconstitucionalidad de los artículos de la ley administrativa
mexicana que prohibían la tenencia, cultivo y transporte. La resolución de este
Suprema Corte, órgano equivalente al Tribunal Constitucional español, resolvía
la cuestión planteada por un grupo de consumidores de marihuana. Estos
recurrentes alegaban que: “El Estado no puede socavar o suprimir las
acciones que realice cualquier individuo para individualizarse dentro de la
sociedad, a menos que exista un interés superior que los justifique, pues el
individuo tiene derecho a elegir de forma libre y autónoma su proyecto de vida.
En otras palabras, el Estado no puede imponer modelos y estándares de vida a
los ciudadanos, ni intervenir en asuntos propios de la esfera personal y
privada de estos.”
Los interpelantes
alegabanque: “Mediante el consumo de marihuana las personas proyectan sus
preferencias y los rasgos que las diferencian del resto de la sociedad, de la
misma forma que otras personas lo logran a partir de los deportes que
practican, sus pasatiempos o la comida que les gusta, sin que le esté permitido
al Estado estigmatizar y prohibir dichas conductas, salvo cuando se acredite
que tal actividad vulnera derechos de terceros”.Y, por tanto, la prohibición de
consumir marihuana es inconstitucional, “pues implica la supresión de conductas
que confieren al individuo una diferencia específica de acuerdo a su
singularidad, restricción que no se encuentra justificada ya que la imposición
de un estándar único de vida saludable no es admisible en un Estado liberal”.Ya
que con la imposición de normas prohibicionistas el Estado asume que “el
individuo no tiene capacidad racional para disponer de su cuerpo, mente y
persona”.
La Suprema Corte mexicana,
en esta resolución, entendió“que efectivamente el derecho fundamental del libre
desarrollo de la personalidad permite prima facie que las personas
mayores de edad decidan sin interferencia alguna qué tipo de actividades
recreativas o lúdicas desean realizar, al tiempo que también permite llevar a
cabo todas las acciones o actividades necesarias para poder materializar esa
elección. De esta manera, la elección de alguna actividad recreativa o lúdica
es una decisión que pertenece indudablemente a la esfera de autonomía personal,
que debe estar protegida por la Constitución. Esa elección puede incluir, como
ocurre en el presente caso, la ingesta o el consumo de sustancias que produzcan
experiencias que en algún sentido “afecten” los pensamientos, las emociones y/o
las sensaciones de la persona. En esta línea, se ha señalado que la decisión de
fumar marihuana puede tener distintas finalidades, entre las que se incluyen el
alivio de la tensión, la intensificación de las percepciones o el deseo de
nuevas experiencias personales y espirituales.
Así, al tratarse de
‘experiencias mentales’, estas se encuentran entre las más personales e íntimas
que alguien pueda experimentar, de tal manera que la decisión de un individuo
mayor de edad de ‘afectar’ su personalidad de esta manera con fines recreativos
o lúdicos se encuentra tutelada prima facie por el derecho al libre
desarrollo de esta”.
Los ministros primaron la
libertad personal sobre los supuestos daños a la salud que la marihuana pudiera
provocar al considerar que “pertenece al estricto ámbito de la autonomía
individual protegido por el derecho al libre desarrollo de la personalidad la posibilidad
de decidir responsablemente si desea experimentar los efectos de esa sustancia
a pesar de los daños que esta actividad puede generarle a una persona”. En base
a esta argumentación se declararon inconstitucionales los artículos de la ley
General de Salud en cuanto a las restricciones sobre consumo de marihuana,
obligando a las autoridades competentes a permitir su uso recreativo a los
recurrentes. La sentencia se podrá hacer extensiva a todos aquellos ciudadanos
que lo soliciten.
La apelación al derecho al
libre desarrollo de la personalidad para declarar inconstitucional leyes
punitivas del consumo de drogas no es nueva en Latinoamérica. Hace ya más de
veinte años que la Corte Constitucional Colombiana despenalizaba la tenencia y
uso de una dosis mínima de droga al considerar que“los asuntos que solo a la
persona atañen, solo por ellas deben ser decididos. Decidir por ella es
arrebatarle brutalmente su condición ética, reducirla a la condición de objeto,
cosificarla, convertirla en medio para los fines que por fuera de ella se
eligen”. Y se adelantaba a las interpretaciones restrictivas del derecho
alegando que “reconocer y garantizar el libre desarrollo de la personalidad,
pero fijándole como límite el capricho del legislador, es un truco ilusorio
para negar lo que se afirma. Equivale a esto: ‘usted es libre para elegir, pero
para elegir solo lo bueno y qué es lo bueno se lo dice el Estado’”(STC 221/94).
Ambas sentencias fueron el
fruto de tutelas interpuestas por ciudadanos. Tanto la acción de inconstitucionalidad
colombiana como el amparo en revisión mexicano que permitieron que estos
tribunales despenalizaran el consumo. En España no se podría utilizar la misma
vía para declarar la inconstitucionalidad de los artículos de la Ley Orgánica
de Seguridad Ciudadana que sancionan la posesión por vulnerar el derecho al
libre desarrollo de la personalidad. Nuestra Constitución reconoce tal derecho
como un principio inspirador del ordenamiento jurídico, pero no como un derecho
fundamental, por lo que no sería directamente invocable en amparo por los
ciudadanos.
Sí podría invocarse, sin
embargo, en un recurso de inconstitucionalidad o en una cuestión de
inconstitucionalidad elevada por un juez de lo contencioso cuando, habiéndose
agotado la vía administrativa, pudiera conocer de una sanción por posesión. De
hecho, el escaso desarrollo jurisprudencial del derecho al libre desarrollo de
la personalidad sí que se ha hecho valer para declarar la constitucionalidad de
derechos como el matrimonio entre personas del mismo sexo (STC 198/2012) o el
aborto (STC 53/1985), permitiendo la superación de concepciones retrógradas e
impropias de un Estado moderno. Precisamente, que las leyes puedan adaptarse
mejor a la realidad de los tiempos presentes es una de las principales
funciones para las que fueron concebidos los principios constitucionales.
Igualmente se podría
explorar como paso posterior la posible inconstitucionalidad de algunos
preceptos del Código Penal, al menos de los que penan actos de cultivo que bien
podrían estar encaminados al autoconsumo. La Constitución constituye el límite
natural del ius puniendi estatal y una legislación que afecta de
manera tan importante a los derechos fundamentales, como es la penal, no puede
dejar de estar informada por los principios rectores ni estar exenta del
control constitucional.
El fallo de la Suprema
Corte mexicana no entró a valorar la posible inconstitucionalidad de“los
artículos que contienen los tipos penales en cuestión porque no fueron
impugnados en la demanda de amparo ni aplicados en la resolución administrativa
reclamada”. Aunque estableció que los beneficiados por su resolución no
podrían ser acusados de infringir tales artículos. Evidentemente el libre
desarrollo de la personalidad no puede considerarse un derecho absoluto. Como
todo derecho no debe permitir conductas que interfieran en el orden público o
en los derechos de los terceros. La tesis expuesta al respecto por los
demandantes mexicanos y recogida por la Suprema Corte es que “la elección de
consumir marihuana es una decisión estrictamente personal, pues el individuo es
quien padece el cambio de percepción, ánimo y estado de conciencia, afrontando
las consecuencias de su decisión, sin que ello afecte al resto de la sociedad”.
Aunque las leyes deben
estar informada por este principio constitucional, en ocasiones pueden
constituir un límite para el mismo. El libre desarrollo de la personalidad no
implica una total libertad de acción, el Estado en aras de una convivencia
pacífica o del bien común podrá limitarlo. Así, el bien jurídico protegido de
la salud pública podría habilitar al Estado para limitar por ley dicho
desarrollo de la personalidad. Pero para que tal ley pueda considerarse
constitucional debe existir una proporcionalidad entre la limitación que supone
para el principio y la necesidad de la propia ley. En este sentido, la
idoneidad de la actual legislación criminal sobre drogas se ha mostrado del
todo inexistente, desvirtuando la finalidad que esta pudiera tener y no
justificando, por tanto, la interferencia que provoca sobre el libre desarrollo
de la personalidad.
El propio artículo 10 de
la Constitución española, en su párrafo segundo, impone más límites al
establecer que“Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las
libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la
Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos
internacionales sobre las mismas materias ratificados por España.”
España tiene ratificados
varios convenios internacionales en el ámbito del tráfico de estupefacientes de
los que se deriva toda la legislación nacional sobre drogas. Los principales,
la Convención Única de 1961 y el Convenio sobre Sustancias Psicotrópicas de
Viena de 1971, le obligan penalmente a adoptar las medidas necesarias contra
conductas como el cultivo o la posesión, a reserva de lo dispuesto en nuestra
Constitución. De manera que la interpretación del principio constitucional del
libre desarrollo de la personalidad aquí defendida eximiría de la persecución de
tales actividades.No parece que la actual deriva de la política criminal en
nuestro país se vaya a decantar por una progresiva despenalización. De hecho la
reciente modificación de la Ley de Seguridad Ciudadana establece nuevas
conductas sancionables en materia de drogas y agrava las ya existentes. Poco se
puede esperar por esa vía. Pero tampoco en México existían grandes expectativas
de progreso en el cauce legislativo. De ahí la necesidad de empoderamiento
legal de los ciudadanos mediante el uso de las herramientas jurídicas ya
existentes en nuestro ordenamiento.
Antonio Sánchez Gómez.
Letrado de la Administración Justicia del Ministerio de Justicia español.
Secretario Judicial en Juzgados de Instrucción.