Un fantasma recorre
Europa: el fantasma del Brexit. Todas las potencias se han unido para
exorcizarlo; David Cameron y Gordon Brown, Wolfgang Schäuble y Yanis
Varoufakis, Barack Obama y Hillary Clinton. Entre los políticos famosos del
momento, sólo Donald Trump parece congeniar con el fantasma que se liberó en Londres.
La posibilidad real de que
salga el Reino Unido de la Unión Europea ha tomado a muchos por sorpresa. Si el
23 de junio triunfa el voto en contra de permanecer en la Unión, la historia podría
recordar que una maniobra de política interna, concebida por el primer ministro David Cameron para fortalecer su mandato, desató el fin del proyecto de unión
política más audaz desde la ratificación de la Constitución de Estados Unidos
en 1788.
Desde otra óptica, sin
embargo, la crisis actual se veía venir. Grecia estuvo cerca de salir (o de ser
expulsada) de la Unión el verano pasado. Y hace algunos años, en 2009, el mismo
David Cameron contemplaba lo mismo (o al menos algo semejante) al prometer un
referéndum sobre los términos de la Unión. Dicha promesa, que fue postergada
hasta esta semana, sometería a votación los términos acordados en el Tratado de
Lisboa de 2007, términos que habían sido ya rechazados en sustancia en
referéndums previos en Francia y Países Bajos. La crisis actual de la Unión se
ha venido gestando así al menos desde hace una década.
Desde entonces han
empeorado las cosas. En el último año, tanto el conflicto entre Alemania y
Grecia, el cual exhibió el poder oculto del liderazgo tecnocrático de la Unión
en el ministro de finanzas alemán Schäuble, como la llegada de más de un millón
de refugiados a una Unión que no sabe qué hacer con ellos han frenado
finalmente a la locomotora europea en su camino hacia una “Unión cada vez más
estrecha”.
Esta es quizá la razón
principal detrás del pánico desatado por el Brexit. Pase lo que pase el 23 de
junio, el futuro de la Unión es en extremo incierto. Ante el miedo de lo
desconocido se afirma el mito de “las cosas como son”. Esto sucede aun cuando
nadie entiende el camino a seguir en caso de que Europa se salve del Brexit. En
efecto, no sólo ciudadanos y líderes políticos, sino también los arquitectos
intelectuales de la Unión están divididos entre sí: no darían la misma
respuesta, por ejemplo, a esta pregunta básica: ¿quién o qué es el poder
soberano en la Unión?
De acuerdo con las
encuestas esta parece ser la pregunta fundamental. Los británicos parecen no
temerle a la ira de los mercados, a la depreciación de su moneda o a la pérdida
de acceso directo a 500 millones de consumidores europeos. No les interesa
repetir lo que hizo Escocia en 1707 cuando el parlamento escocés votó por
disolverse para formar el Reino Unido. En vez de sacrificar su independencia política
para mejorar el bienestar económico de sus ciudadanos (como hizo Escocia con
éxito), la campaña a favor del Brexit propone lo contrario. Busca recuperar la
soberanía absoluta de su parlamento—soberanía sin el contrapeso de una
Constitución escrita—a pesar del alto costo económico que esto implicaría.
Es este punto que debe
considerarse más de cerca. Dada la extrema incertidumbre que afecta al proyecto
europeo —una “unión” de 28 países, de Grecia a Suecia, de Portugal a Estonia;
un proyecto constitucional sin poder constituyente; un gobierno representativo
sin opinión pública (europea) que lo respalde o critique—, ¿debe sorprendernos
el retorno de la soberanía? Me parece que no. Incluso me parece que la sacudida
del Brexit (no importa quién gane) es necesaria.
Como sugiere Martii
Koskenniemi, el término soberanía articula la esperanza de controlar nuestro
propio destino —más precisamente la emoción (“the thrill”) de “tener nuestra
vida en nuestras manos”.1 La soberanía es, pues, el proyecto,
deseo o reclamo de ser autónomos. En el umbral de la modernidad política
europea se proclamaba como término político-polémico en contra del gobierno
teocrático. En el siglo XX el reclamo soberano rechazaba al colonialismo. Hoy
la polémica es en contra de una “globalización” que limita severamente la
posibilidad de reimaginar la vida en común.
El terrible
ultranacionalismo y racismo que ha despertado la campaña pro-Brexit no debe
cegarnos ante esta realidad. Tampoco debe hacerlo el hecho de que entre los
rostros más visibles del reclamo “soberanista” estén demagogos autoritarios
como Trump, Nigel Farage, Marine Le Pen, Victor Orban y Norbert Hofer. El mismo
reclamo se encuentra, en esencia, en el reciente rechazo de Hillary Clinton al
Acuerdo de Asociación Transpacífico (no está claro que beneficiará a los
trabajadores americanos, dice Clinton), en la posición análoga de Bernie
Sanders y en el llamado a redefinir la soberanía por parte de Podemos en
España. Repudiarlos a todos por “populistas” sólo nos sumerge en una noche
conceptual donde “todas las vacas son negras”.
La gran pregunta, dado que
no podemos regresar las manecillas del reloj, es cómo hacer valer el reclamo de
autonomía en el momento actual de la globalización. El primer paso es reconocer
un hecho clave. Como ha notado David Grewal, profesor de derecho de la
Universidad de Yale, todo se ha globalizado —capitales financieros, bits,
virus, el hoyo de ozono, las armas, las migraciones— menos la política. No
obstante la innovación conceptual e institucional que hizo posible la fundación
de los EEUU y la Unión Europea —entre otras formas políticas que han roto con
el modelo tradicional del estado-nación; los soviets son otro ejemplo
(fallido)— el principio del poder soberano formulado hace siglos por Jean
Bodin, Thomas Hobbes y Jean-Jacques Rousseau se sigue imponiendo. En todo orden
político-jurídico hay una fuente del orden (o de la ley); esa fuente es el
poder soberano. La soberanía existe, pues, por razones metafísicas: es una
propiedad intrínseca del Estado, como medir un metro setenta o (en general)
como tener una extensión es intrínseco a todos los cuerpos.
Es cierto que la soberanía
se ha redefinido constantemente: de principio de no intervención durante la
Guerra Fría pasó a ser una “responsabilidad de proteger” en los años noventa;
tras haber sido un principio inalienable, muchos hoy la consideran un poder
delegable y divisible, que se puede incluso juntar y compartir. Sin embargo, el
desenlace freudiano del retorno de lo reprimido parece confirmarse: lo que
vemos hoy es la imposibilidad de ocultar la experiencia o el recuerdo de la
experiencia (real o mítica) de la autoinstitución de la sociedad —la emoción
soberana de la que habla Koskenniemi.
Si fuera conclusión, esta
tesis no ayudaría mucho. Llevaría a hipótesis como las siguientes: si todo
orden jurídico presupone un poder soberano, entonces el poder soberano que ha
forzado el pago de la deuda “soberana” argentina es la Suprema Corte
estadounidense. (EEUU sería así un “imperio” soberano, lo cual parece ser falso
dado que Argentina ha decidido democráticamente cuándo y cómo pagar.) Otra
hipótesis que se ha propuesto es que el derecho internacional, y en particular
el orden jurídico de la Unión Europea, es una especie de Frankenstein que
carece de legitimidad: una “ley sin naciones” o un enramado regulativo que
opera sin la aprobación previa de poderes legislativos. Ante esto, las mentes
más sobrias de la Unión han llamado a la calma. La Suprema Corte alemana, por
ejemplo, ha dejado claro que el límite de la integración europea es la
Constitución alemana (oGrundgesetz). Bajo la constitución existente, Alemania
no puede ceder la soberanía que reside en el pueblo alemán.
Nada de esto, sin embargo,
ha calmado a aquellos que insisten que la Unión es un proyecto
constitucional que ha creado una enorme estructura jurídica—sobre todo una
Corte Europea de Justicia cuyas decisiones son inapelables—la cual hace
prácticamente imposible que el electorado inglés (por ejemplo) controle su
destino. Para los demócratas británicos esta parece ser la razón por la cual su
país debe aprovechar el momento: salir ahora y salvar la democracia o seguir en
la supercarretera de la integración regional, cuyos enormes beneficios esconden
el costo de no tener voz efectiva. De no reformarse la Unión Europea, esta
seguirá siendo la disyuntiva: sin voz que valga, queda sólo la salida o la lealtad
a la creciente estructura burocrática que Hannah Arendt llamó el “gobierno de
nadie”.
Rodrigo Chacón. Profesor
del Departamento de Estudios Internacionales, ITAM.