Parte del discurso
político y jurídico mexicano de los últimos años sobre la lucha por los
derechos humanos se centra sobre modelos de exigencia jurisdiccional reflejando
la experiencia política de los Estados Unidos en el siglo XX.
Para un sector de
los intelectuales y abogados, el creciente papel de la Suprema Corte de
Justicia como garante de los derechos es un paradigma por momentos sagrado al
grado de erigirse en axioma político. En ese espacio valorativo las
implicaciones problemáticas del ejercicio jurisdiccional en el ámbito de la
política democrática suelen dejarse de lado con un condescendiente los derechos
humanos no son opinables.
Como operadores jurídicos, la realidad política
concreta, con sus dilemas de operación y sus discordantes notas de opiniones
discordantes, son elementos para barrer debajo de la alfombra o hechos de los
que somos totalmente ajenos por lo concentrado que estamos en la lectura de
expedientes, códigos o tratados doctrinales.
Sin embargo, el problema
no es que luchas ideológicas lleguen por fin al espacio del derecho, tan reacio
a los cambios al grado que argumentaciones sobre la naturaleza jurídica de la
institución sean aún argumentos validos y con peso retórico. El problema es que
el espejismo del litigio estratégico y el cambio normativo no nos abandona. Es
mucho más sencillo obligar a una elite política que se divide ante una actitud
pusilánime frente al poder normativo de las Cortes o el cinismo de expedir
nuevas normas de talante progresista, que hacer valer el mandato de las urnas
para realizar cambios de fondo. O tal vez me equivoque, y los operadores de
este cambio de paradigma no tienen ni tuvieron nunca en mente emprender la
difícil e ingrata tarea de convencer a la sociedad de las bondades de su
programa.
Lo que está ausente de
varios debates jurídico-políticos contemporáneos en México es la fundamentación
democrática de nuestras instituciones. Para la derecha conservadora o el
liberalismo puro esta situación no es ningún problema, sus justificaciones del
orden político son otras. El problema es de la izquierda liberal mexicana que
ha abandonado cualquier pretensión democrática, bajo el pretexto de ser moderna
y no populista. Las preguntas para esa izquierda son sencillas. En esta lucha
por el derecho, ¿dónde queda la discusión política que dé cabida al pluralismo
ético? ¿Cómo es posible que los avances en materia de derechos de
reconocimiento de la diversidad sean profusamente aplaudidos por vía
jurisdiccional, mientras que el progresivo desmantelamiento de los derechos de
los trabajadores por la misma vía no merezca ni una mención?
Hay quien habla de la
manía de hacer explicitas las cosas en la Constitución y del gran avance
normativo a través de las decisiones jurisdiccionales. Sin embargo, esa manía
de plasmar en la Constitución derechos ganados con acciones no muy corteses de
obreros, campesinos, indígenas, mujeres y estudiantes habla de otro tipo de
derecho. Un derecho que se impuso sobre las construcciones teóricas y las
convicciones políticas de jueces y abogados. Ese impulso colectivo que, en
forma no pocas veces contradictoria, se expresa en los movimientos sociales y
las insurgencias electorales, no casa muy bien con la tradición liberal que
pretende tomar el derecho por asalto.
No faltará quien diga que
pugnar por el reconocimiento de derechos a través de las vías democráticas es
una tarea imposible en un país conservador como México. Sin embargo, existen
ejemplos contemporáneos de que esto es posible, incluso en una sociedad tan
católica como la nuestra, por ejemplo Irlanda. Tal vez no estaría de más que la
izquierda contemporánea recordara que los derechos laborales e incluso el voto
universal no fueron concesiones de las cortes, sino batallas políticas logradas
a través de la organización, la educación y la movilización. Claro, es un trabajo
más difícil y exige una agenda más amplia que la de los derechos individuales,
pero esos puntos de táctica y estrategia van más allá de la simple construcción
normativa y topan con la pared de una realidad resistente al derecho.
Más allá de la controversia
suscitada respecto la iniciativa presidencial sobre matrimonio gay, habría que
preguntarnos si elevar el tema del matrimonio igualitario a la discusión
política no es una oportunidad para emprender algo que debimos hacer desde hace
años. Es momento de arrebatar las tablas de la ley a los juristas y a las
Cortes, y devolverlas a la ciudadanía. No sea que al final del camino, en una
extraña contradicción performativa, nos descubramos incapaces de sostener el
discurso a favor de la igualdad y la inclusión y prefiramos la tiranía de la
interpretación de las Cortes.
Jorge Iván Puma Crespo.
Licenciado en derecho y licenciado en ciencia política y relaciones
internacionales.