Bajo el riesgo de
banalizar la violencia y el odio, propongo como punto de partida que recordemos
un video clip escrito y dirigido por el brillante cineasta y actor quebequés,
Xavier Dolan, en 2013, para la canción “College boy”
de la banda francesa Indochine.
En éste se retrata la violencia sufrida
por un muchacho ejercida por sus compañeros de clase, la cual inicia con un
inofensivo pero constante hostigamiento, que luego se va expandiendo hacia lo privado —cuando violentan su casillero y lo persiguen a su casa— y aumenta de
intensidad en la humillación y denigración —cuando le golpean, escupen y orinan
sobre él— hasta llegar a grados insoportables de dolor —cuando, literalmente,
lo crucifican en medio del patio de la escuela y le dan de tiros con armas de fuego—.
Se trata de una obra que no es fácilmente digerible para ciertos públicos, por lo cual le mereció censura en Francia, aunque en verdad permite mostrar varios elementos relevantes de los ciclos de violencia. Cuando a Dolan se le cuestionó por qué ir tan lejos, por qué mostrar tanta violencia (por el tema de la crucifixión y los disparos), el cineasta respondió: «esta situación es posible porque nada lo impide».
Justo una situación así de ultra-violencia
ha sido posible la madrugada del domingo 12 de junio cuando un hombre asesinó a
49 personas e hirió gravemente a otras 53 en el club nocturno Pulse, en
Orlando, Florida.Este ha sido, según distintos medios de comunicación, el más
grande acto terrorista en Estados Unidos desde el 11 de septiembre, así como el
más letal ataque a la comunidad LGBTI en la historia de ese país.
¿Cómo es que ha sido
posible que suceda un acto de terror y odio hacia lo diferente? Dolan nos da
una primera, aunque incompleta, respuesta: «nada lo impide». Lo que es cierto
es que la persistente lucha por el reconocimiento y respeto de la diversidad ha
comenzado a rendir frutos en ciertos foros, como lo ha sido el de los
tribunales. Los cuales, con sus limitaciones, han impedido que se continúe
segregando y marginando a personas de identidades y sexualidades minoritarias,
haciendo valer su derecho a la no discriminación como un límite a las
expresiones mayoritarias, especialmente por lo que se refiere al matrimonio u
otras formas de uniones legales, a la adopción y al goce de las prestaciones de
ellas derivadas.
La cuestión es que estos
avances en el derecho a la no discriminación, por más importantes y
significativos que sean, no han logrado hacerse eco más allá del propio
discurso del que provienen, que es el jurídico de los derechos humanos, y, por
tanto, tampoco del foro en que se han hecho valer, el del poder judicial.
Tímidamente algunos congresos y titulares de poderes ejecutivos comienzan a
acercarse al tema, pero lo hacen con cautela y sin verdaderamente adentrarse en
las causas de la exclusión, la denigración y el odio hacia lo diferente.
Lo ocurrido en Orlando,
como expresión de terror y odio, nos obliga a darnos cuenta de la gravedad que
pueden alcanzar estos actos de hostigamiento y muerte que ya suceden
cotidianamente en nuestros países. Nos demuestra, además, que la ultra-violencia
que refleja Dolan no es mera ficción sino que es posible porque, como nos hace
ver Martha Nussbaum, el «mal real» existe como un «comportamiento
deliberadamente cruel y desagradable con otros individuos […] que entraña un
deseo activo de denigrar o humillar».
Esta tendencia al «mal
real», que desempeña una función central en el odio y la discriminación grupal,
está íntimamente ligada a una cuestión presente en todas las culturas: «el asco
proyectivo». Este tipo de asco es social en
cuanto es compartido, alentado y difundido por un grupo de seres humanos que
intentan separarse conceptualmente de otro grupo clasificado como inferior
debido a su supuesta «animalidad» y a sus atribuidas propiedades inherentes que
son repugnantes y repulsivas.
Lamentablemente son
múltiples los ejemplos de asco proyectivo hacia la comunidad de personas de
identidades y sexualidades minoritarias, como en 2014 cuando en Coahuila los
líderes de la asociación “Cristo vive” repitieron una y otra vez que el
matrimonio entre dos personas del mismo sexo es “antihigiénico”, “pone en riesgo
la salud de las personas”, y que en las relaciones homosexuales “hay
contaminación” y “generan una serie de consecuencias en la salud”.
Es precisamente a través
de este asco proyectivo que se «deshumaniza» al otro, puesto que da origen a un
mundo radicalmente segmentado: entre el mundo del yo y sus pares, y el mundo de
los animales que se hacen pasar por humanos pero cuyas desviaciones delatan su
naturaleza animal. Tal vez esto es lo que refleja el hecho de que en el video
de Dolan los perpetradores escupan y orinen sobre la víctima, recordándole que
su estatus meramente animal queda definido por los objetos que generalmente nos
causan repulsión, como lo es la orina y la saliva. Pero también queda esto
implícito en los actos de odio, como el de Orlando, cuando el victimario sintió
asco al ver a dos hombres besándose frente a su familia.
Frente a estos
sentimientos de asco segmentador en el video de Dolan, las demás personas no
hicieron nada porque tenían los ojos vendados, lo que les impedía sentir
empatía con el chico que gritaba y sufría y, por lo mismo, no actuaron para
frenar la cada vez más incontrolable violencia. El sentimiento de repugnancia
del hombre de Orlando tampoco fue canalizado y al final estalló en un acto de
violencia extrema hacia lo diferente.
Lo que se nos muestra,
entonces, es que el «mal real» no es algo excepcional que únicamente suceda o
pueda suceder en contextos radicalizados, sino que es posible incluso en las
democracias más consolidadas. Por ello, todas las sociedades deben de ocuparse
en trabajar y canalizar los sentimientos del asco, la repugnancia, la vergüenza
y el miedo. Orlando y muchas otras tragedias y calamidades prueban que no se
puede renunciar a esta tarea.
Desde el discurso jurídico
tampoco se puede prescindir de la vital importancia de hacer valer el derecho a
ser diferente, de proclamar y socializar el igual valor de todas las
identidades que hacen de cada persona un individuo diferente de los demás y de
cada individuo una persona como todas las demás. Y en esta tarea el poder judicial,
generalmente, ha sido un buen aliado.
La cuestión es que por sus limitadas
competencias, su tendencia a resolver conflictos concretos, con una vocación
más de resarcimiento que de prevención, el discurso judicial eventualmente será
insuficiente para plantear los hondos cambios de estructura social necesarios
para impedir que estos actos vuelvan a suceder.
En cambio, es imperante
que los gobiernos y los órganos legislativos tomen acciones decididas en la
consolidación de una política basada en la inclusión de todas las identidades
personales, a través de la implementación de una educación enfocada en el
desarrollo de la empatía y solidaridad hacia lo diferente, que adopte los
recursos de las artes y la cultura.
En fin, también nosotros
estamos en deuda con las víctimas de Orlando y de todos los actos de terror y
odio que suceden a diario en nuestras comunidades. Los ciclos de violencia
continuarán si permanecemos indiferentes y apacibles frente al dolor y
sufrimiento de los demás. Sentir indignación es el primer paso, pero no el
único. Como nos muestra Dolan, soltar una lágrima no es suficiente, pues ello
lo podemos hacer incluso con los ojos vendados. Ya lo dice Indochine en
“College boy”: «aquí es difícil ser diferente». Es necesario, entonces, un
compromiso genuino y permanente hacia los derechos de las demás personas, por
más diferentes que seamos, porque ellas también aman, sufren, sienten, como
nosotros.
Gerardo Mata Quintero.
Maestro en Derechos Humanos por la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad
Autónoma de Coahuila. Investigador en la Academia Interamericana de Derechos
Humanos.